sábado, 23 de abril de 2016

Cervantes, poeta


   Aunque no soy muy de efemérides, me sumaré por hoy al coro de la exaltación del todavía en nuestros días maltratado Miguel de Cervantes. Muy en la línea de su propia creación, al pobre autor los homenajes se le vuelven palos. Testigo de ello son la mamarrachada del otro día en el Congreso, los innúmeros cervantistas adventicios que les están saliendo a las no menos innúmeras y facticias "jornadas" de cualquier rincón de esta España administrada o el sonrojante montaje teatral, patrocinado por la Junta de Castilla-La Mancha, de la adaptación dramática (pero con poco drama) de la novela de un escritor ¡que tiene obras de teatro durmiendo el sueño de los justos! El engendro se llama "Escrito en las estrellas"; ya el título mismo hubiera provocado arcadas a don Miguel.

   Pero a lo que vamos. Quería aprovechar el día para reflexionar sobre el género, de todos los que practicó, al que se le ha dedicado menos atención: la poesía, que viene a ser como el don Quijote de los géneros literarios: todo el mundo reconoce su grandeza, pero nadie la lee. Como al hidalgo manchego, a la poesía se la ha hinchado de idealismo de tal forma que solo le cabe el fracaso cuando quiere andar por esos mundos de tierra, lodo y alquitrán, por los que todos transitamos mirando con cuidado al suelo, no nos vayamos a caer o nos pongan una zancadilla.

   Al gran novelista le hubiera gustado ser un gran poeta:

                         Yo, que siempre trabajo y me desvelo
                         por parecer que tengo de poeta
                         la gracia que no quiso darme el cielo...

   Con estas resignadas palabras, mirándose al espejo de su propia crítica, reconocía en El viaje del Parnaso la grandeza de su ambición y la insatisfacción de sus resultados. No obstante, hay que reconocer que Cervantes combatía, como su hidalgo, en este campo con dos gigantes muy reales: la enormidad de su narrativa y lo ciclópeo de sus contemporáneos poetas (sobre todo Lope y Góngora). En comparación con ambos su producción lírica no puede más que resultarnos modesta y, lo que es más, nos ciega para juzgar con ecuanimidad esta parcela de su producción.

   Donde Cervantes da lo mejor en poesía es cuando se parece más a su prosa. Sé que suena a elogio envenenado, pero me refiero no tanto al estilo como a las técnicas. No quiero decir que Cervantes sea un poeta "prosaico" como se ha querido entender tantas veces, sino que su poesía es mejor cuanto más se acerca al juego de perspectivas, sabia ironía y espíritu juguetón que caracteriza al Quijote. Baste el ejemplo del soneto más antologado y el que él tenía "por honra principal de mis escritos": "Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla", que todo el mundo conoce mejor por su verso inicial: "Voto a Dios que me espanta esta grandeza".

   El poema es un prodigio de fina ironía y de malabarismo con los puntos de vista. Cuando los poetas de su tiempo, voceros del poder, se desgañitaban por cantar las alabanzas del difunto en su propia voz Cervantes nos sale con el diálogo entre un soldado y un bravucón cuya ridiculez pone en solfa el destino de tanta grandeza. Lo excepcional del poema es que el autor roza la herejía y la irreverencia y a la vez se salva al ceder la voz a otros (como hará una y otra vez en sus novelas). El que al difunto (nada menos que el gran Rey Católico) se le achaque el querer dejar la Gloria por disfrutar del oro de su monumento funerario y que el fanfarrón desafíe al mundo entero, de manera imperiosa e imperial, para acabar en la nada de la inacción y en la aniquilación eterna de la muerte, solo es perdonable si procede de la propia estupidez de los enunciadores; estupidez aprovechada por el autor para ocultarse en la verdad.

   Este soneto es, además, uno de los primeros (si no el primero) en España que usa el estrambote, que se convertirá en marca de la poesía burlesca. Y es que Cervantes fue un ingenioso y fecundo inventor en el terreno lírico. A él se deben al parecer los versos de cabo roto, que presenta en los preliminares de la primera parte del Quijote, y los deliciosos ovillejos del Quijote y La ilustre fregona. Y no me resisto a reproducir uno de los mayores aciertos cervantinos en verso, sacado de El viaje del Parnaso, divertido y socarrón repaso poético de la vidilla versificante de entonces... y de ahora:

                                      Era cosa de ver maravillosa
                                      de los poetas la apretada enjambre,
                                      en recitar sus versos muy melosa:
                                      este muerto de sed, aquel de hambre.
                                      Yo dije, viendo tantos, con voz alta
                                      "¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!"

   Os dejo el enlace de una publicación mía sobre la poesía inserta en el Quijote, por si os interesa. Pero sobre todo, leed a Cervantes para salvarlo del apócrifo homenajeado-vapuleado de políticos e instituciones.

martes, 22 de marzo de 2016

Variantes canallas del "Carpe diem"

   Hay una variante del tema del Carpe diem, egoísta y decididamente machista, que consagró Pierre Ronsard en su célebre soneto "Quand vous serez bien vieille". La altura lírica del texto no puede ocultar el resentimiento que rezuma desde el fondo y que aflora inclemente al final del primer terceto: "Vous serez au foyer une vieille accroupie". La invitación a la amada a asomarse a un futuro desolado por la muerte del poeta y la penosa vejez de la protagonista tiene todo de chantaje escatológico: la proyección simbólica de la poesía sirve al poeta-fantasma para adelantar su tétrica visita y disfrutar con la venganza de ver la decrepitud de aquella que adoró y le rechazó. La cosa es bastante canalla, no solo en el plano personal, sino también en el puramente literario, pues Ronsard manipula sus fuentes para hacer de un tema gozoso un monumento al resentimiento.

   En primer lugar, está la lectura interesada de la oda I,11 de Horacio, que, fuera de toda relación con el amor o la hermosura, es una invitación epicúrea a ser feliz prescindiendo del horizonte de finitud que asedia toda vida. En la distorsión del tópico no está solo el autor francés, pues desde que el tema del Carpe diem se cruzó con el de "Collige, virgo, rosas" de Ausonio, todos los poetas restringieron su alcance al campo amoroso, pero con una diferencia. Mientras que los autores más generosos (véase Garcilaso: "En tanto que de rosa y azucena") invitaban a la amada a gozar de su juventud y belleza, sin que ellos fueran necesariamente los beneficiarios, aunque quedaba implícito en la invitación; Ronsard explicita tal sobrentendido cargando las tintas sobre la estéril e irrevocable vejez que espera a la desdeñosa.

   La idea de la visita fantasmal, que desluce en Ronsard el tema del amor más allá de la muerte, puede proceder del cierre de la canción 3 de Petrarca en que el poeta promete presentarse ante la amada en cuerpo mortal o espíritu puro: "o spirto ignudo od uom di carne et d'ossa", que nada tiene de tétrico y mucho menos, por supuesto, de resentido. La mala leche del soneto francés es contagio quizá de otra oda de Horacio, la I,25, donde el enunciador pinta a la amada un futuro en que a la pérdida de la belleza seguirá el abandono de los jóvenes rondadores y la soledad, presidida por un deseo insatisfecho (¡como el de las yeguas en celo!), que le ulcerará el hígado ("iecur ulcerosum") y le hará llorar, pobre vieja, en un callejón abandonado ("anus... in solo levis angiportu").

   No menos bilis rezuma el brillante poema de Yeats, "When you are old", que, bajo su apariencia de nostálgica exaltación, es fiel a su fuente en cuanto al sentimiento de fondo. El poeta aggiorna el escenario: la mujer ya no es la esclava del hogar que se dedica a tejer dejándose los ojos delante de una vela, sino que, en modo victoriano, sujeta un libro (¡el mismo que estamos nosotros leyendo!: hemos pasado a la modernidad) delante de la chimenea. No hay amenaza fantasmal esta vez y las expresiones evocadoras, propias de la estética simbolista, nos llevan a un escenario maravillado en que el amor personificado (¿es metonimia del amante?) se pierde en un crepúsculo cósmico tras las montañas en la inmensidad del cielo nocturno. Esta sublimación no esconde, con todo, el resentimiento heredado del soneto original, presente en el polisíndeton inicial: "When you are old and grey and full of sleep", o en el punto más cercano al chantaje, que constituye a la vez la cumbre expresiva del poema y una de las más altas cotas de la literatura mundial: "But one man loved the pilgrim soul in you". Cualquier traducción se queda corta a pesar de la aparente sencillez del verso. Este es eficaz por su carácter minuciosamente performativo; la verdad del verso es su propia enunciación: solo hay un hombre que ha sentido-expresado eso y lo está haciendo en este mismo momento de nuestra lectura, como una revelación.

   El último eslabón nos lleva al reverso de toda esta tradición del resentimiento. Me refiero al poema de Manuel Vázquez Montalbán que lleva por título el verso de Ronsard: "Quand vous serez bien vieille". Digamos que estamos en la fase posmoderna del tema. La invitación a disfrutar de la vida ya no se realiza mirando desde un hipótetico futuro yerto hacia un presente enmendable, en un movimiento poético ventajista, sino que es en el mismo corazón de la pérdida donde volverá a brotar la llama (y no la de un mortecino hogar). Lo directo del inicio: "Cuando seas muy vieja / y yo me haya muerto" remeda el estilo de Yeats y además resuelve en una expresión simple y valiente la medrosa perífrasis de Ronsard: "Je serai sous la terre et fantôme sans os". Las imágenes simbolistas que prolongan la estética modernista de Yeats ("el aroma de los soles ponientes") se alternan con escenas de la cotidianidad y de los mass media al estilo camp ("el spot de nuestras vidas") hasta llegar a la apotesis irreverente que da un vuelco no solo al inveterado anquilosamiento social sino simultáneamente a toda la tradición poética que lo jaleaba: "sal desnuda al balcón y méate en el mundo / antes que te fusilen las ventanas cerradas". No deja de ser curioso encontrarnos aquí de nuevo con Horacio (ignoro si Vázquez Montalbán tenía presente la oda I,25): las "ventanas cerradas" del barcelonés corresponden estrictamente a las "junctas fenestras" del latino, a la vez que "las calles sin retorno" se hacen eco del solitario callejón en que se pudría la vejez de Lydia.

   A la luz del poema de Vázquez Montalbán el fino lirismo de sus predecesores se desenmascara como el valioso envoltorio de una ideología en extremo injusta para la mujer. Estamos en uno de esos casos en que leer poesía es asomarse al inconsciente ideológico de una sociedad y en que nos preguntamos si existe un punto en que podemos separar la lectura puramente literaria de la vivencial. ¿De verdad hay alguna mujer a quien le gustaría que le dijeran eso?, ¿y algún hombre que se sienta orgulloso de expresar tal sentimiento?, ¿es el recurso a la "literariedad" la justificación para obviar lo evidente?, ¿hay que alegar la tramposa ficcionalidad de la poesía? Las preguntas se pueden multiplicar, tanto como las respuestas. Solo sé que hay algo que ha hecho vibrar de emoción a multitud de lectores a pesar de lo canalla del planteamiento. Lo mismo sucede en La naranja mecánica. Quizá es que todos los sentimientos, hasta los más despreciables, albergan su propia verdad. 

sábado, 20 de febrero de 2016

El corazón desnudo, de Francisco Mora


   Francisco Mora es una figura central de la poesía conquense y nacional, aunque de esto último no acaba de enterarse, para su ignominia, el estado de cosas de la poesía patria. Su último libro, El corazón desnudo, es el reciente lanzamiento de la colección Olcades.

   De baudelairiano título, el poemario prolonga constantes de la poesía de Mora y avanza por territorios que abren nuevos espacios a su poética. El tono meditativo se mantiene, con una serenidad no exenta de sorpresas ni de arrebatos visionarios, así como el diálogo con el lector, al que abre la puerta de su estancia lírica en un gesto de complicidad que quita gravedad a una invitación seriamente metapoética. Los versos iniciales, que plantean el problema de la comunicación poética, son buen ejemplo de ello.

   El poema que leemos se presenta como "este papel desflecado, / tan desacorde", porque el poeta anhela esa armonía mayor, la trama de la totalidad, que resulta intraducible a nuestro idioma deshilachado. Paco Mora vive la inaprensibilidad no como angustia, sino como posibilidad, apertura e incitación, en la línea de San Juan de la Cruz, su gran maestro. En la imposibilidad del decir es donde habla el poema.

    Encontramos en el libro los caminos de la memoria que invitan siempre a un andar elegiaco, pero aquí la memoria no se queda en mero contenido sino que actúa en el origen de la comunicación poética: "Se viene un niño / con sus botas de agua / hasta mi lápiz" (p. 23). Lo importante en estos versos no es la evocación del niño que uno fue sino el hecho de que el movimiento creativo es doble: el del niño que avanza hacia el poema, traspasando una barrera ontológica gracias a un objeto mágico (las botas de agua), y el del acto mismo de escribir como un regreso a ese tiempo en que el único instrumento de escritura era el lápiz (igualmente mágico). Donde se cruzan esas dos trayectorias aparece el poema.

    Cada libro de Francisco Mora está lleno de ecos de sus maestros y este no podía ser menos. Rehuyendo la tentación de hacer una poesía "literaria", el autor actúa más bien de ventrilocuo al prestar su voz a Machado, Shakespeare, Vallejo, Borges, que comparecen aquí menos como poetas que como  partícipes de una experiencia común, en convivencia con Marilyn Monroe, Frank Sinatra y Billy Wilder, compañía que seguramente los primeros no desdeñerían (bueno, Borges a lo mejor sí).

    Estos contrastes son marca de la casa, como también la confluencia de poemas muy cercanos a lo sensorial y a la percepciones primeras y otros de carga metafísica de profundidad. Lo que supone una absoluta novedad en esta entrega es la abrumadora presencia de haikus, en búsqueda de una esencialidad que siempre había atraído a Mora y que aquí se da quintaesenciada. Las citas de José Corredor-Matheos que, a modo de marco, abren y cierran el libro, son indicios de ese adelgazamiento de la forma que sutiliza a la vez el mundo y lo deja, frágil, quebradizo, entre los dedos del lector, temblando de misterio: "La primavera / es esta sola rosa / que en ti se mira" (p. 73).

    Una luz otoñal, como de lluvia recordada, nos ofrece este libro, pero luz al fin y al cabo que incide sobre esta curiosa existencia nuestra, despertando, a veces, la sonrisa:

                                 Siempre lo supe:
                                 vivir es un milagro
                                 de la costumbre (p. 99)