lunes, 31 de enero de 2022

Tras la mínima muerte de Ángel Guinda


      No son pocos los poetas que han fantaseado con el tema de su propia muerte. Juan Ramón en “El viaje definitivo” (y no solo ahí), Gil de Biedma con su “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”, los seguidores del tópico de dudoso gusto: “Quand vous serez bien vieille”.

     Se trata siempre de poemas con truco, pues los autores, al situar su escritura en el más allá del mundo que ya no los contiene, encuentran así una especie de supervivencia o inmortalidad facticia que los alivia del pensamiento de un absurdo universo en el que ellos simplemente hayan dejado de existir. ¡Qué impertinentes estos pájaros, que se atreven a cantar tras mi desaparición!, exclamaría, de ser completamente honesto, el de Moguer.

     Se trata siempre de actos de soberbia. Por eso quiero traer hoy dos poemas de Ángel Guinda que, frente a estas pataletas líricas, ponen la muerte, y con ella el valor de la poesía, a la altura de los hombres que todos somos: pequeños, indefensos, innecesarios.

     He aquí el primer texto, titulado “Morir”:

Morir es no volver a estar
a la misma hora
en los mismos lugares,
con las mismas personas.
No aparecer, cada mañana,
como esa gran luz nueva
disuelta entre las cosas;
dejar interrumpidos los trabajos,
los viajes en punto muerto.
Ajenos a los mares y a los astros.
Morir es estar quietos, sordos,
ciegos, mudos, desaparecidos,
desconectados de todos y de todo,
de nosotros también;
no regresar a casa nunca más.
No emitir ya señales, recibirlas tampoco.
Morir es no volver.

    Como en la teología negativa, el intento de definir o categorizar la muerte solo alcanza a acercarnos a lo que no es. O mejor dicho, morir es que ya no somos. Y ¿qué es ser, entonces? Nada especial, nada grandilocuente, nos dice Ángel Guinda, sino todas aquellas pequeñas rutinas con las que no vamos a seguir, esas diarias ilusiones truncadas, la comunicación perdida, reducidos por entonces a máquinas orgánicas descompuestas que ni emiten ni reciben señales. Y la maestría de los versos extremos, que se hacen eco inacabado y definitivo uno del otro: “Morir es no volver”, ya no “a estar” o a cualquier otro infinitivo que nos dure, “no volver”, simple y duramente.

     El segundo poema me interesa más, porque enlaza el tema de la muerte con el de la escritura poética. Se titula “Póstumo”:

Me he bebido la vida.
La resaca
ha dejado en mis labios
un torbellino de desdén,
y en la mirada
toda la ausencia de la lejanía.
Convivo con la muerte.
Cualquier noche,
en lugar de unas manchas sobre un folio
y un ruido de palabras martilleantes
dando tumbos contra la dentadura,
te dejaré la luz de mi silencio,
limpio como el mantel desplegado del sol.

     En el rotundo inicio escuchamos otro de sus poemas: “Me he fumado la vida”, y es que la vida es para Ángel Guinda ese vicio de vivir, esa consumición y consumación constante de experiencias, ese extremado simposio, platónico en parte, pantagruélico en todo. Pero en la ligera alegoría que desarrolla el poema, al exceso vital sigue una resaca que nos excede en el sentido opuesto: desapego, distancia, para desembocar en una aceptación de cuño quevedesco: “Convivo con la muerte”, que lejos de todo patetismo convierte a la incómoda realidad en compañera de vida. También la poesía se ve, desde el horizonte de este límite último, como una tarea de poca importancia: “unas manchas sobre un folio”, “un ruido de palabras martilleantes”, pero con qué magia y poder nos despierta la onomatopeya: “dando tumbos contra la dentadura” y nos invita a morder, a masticar la vida y el poema hasta dejarlos destilados en ese silencio más elocuente, que, retomando la alegoría (alegría) convival, extiende la luz solar como un mantel para el banquete definitivo y compartido.

     Y es que, como nos recuerda Ángel Guinda en otro poema (“Estertores”): “Retumba, en la sangre de cada amapola, aquel sol”, el sol desmenuzado, arrodillado, humilde que somos, y que se salva resonando en cada partícula donde explota el color, campanadas diminutas de otras vidas.