domingo, 2 de julio de 2017

El nadador, de Miguel Ángel Curiel

Miguel Ángel Curiel, El nadador. Badajoz, Editora Regional de Extremadura, 2016. 74 págs.

    El título de la última entrega de Miguel Ángel Curiel puede llevar a engaño al lector, que pensará que el poeta ha vuelto al ciclo del agua, que dejó cerrado con  El agua: poesía 2002-2012 (Tigres de papel, 2014), después de explorar la materialidad sólida y fragmentada de Astillas (Calambur, 2015). Sin embargo, El nadador, no es un libro acuático, ni siquiera es líquido, se trata de una escritura solar, traspasada en todo momento por la luz hiriente y definitiva de la revelación; un astro que no es el sol negro de la melancolía del que hablaba Nerval, aunque se haga algún guiño un tanto irreverente al autor francés: “Chiarezza negra, el sol es tonto” (p. 17).
   En cualquier caso, este sol preside, como gran parte de la escritura de Curiel, una práctica alquímica, pues por doquier encontramos la transformación de todo tipo de materia en luz, como la hierba que muere y se seca para ser encendida e iluminar (p. 12); e inevitablemente ello nos lleva a una lectura metapoética y autorreflexiva, pues la creación poética, se nos viene a decir, consiste precisamente en eso: en transmutar un material inerte y común, como es el del lenguaje y el de las vivencias cotidianas, en la luz reveladora del sentido o su reverso la paradoja.
     Esto último queda claro cuando entendemos que, aunque la función del poema, como la del sol es quemar y dar luz (p. 13), no estamos, sin embargo, bajo el régimen de la lógica y la razón sino bajo el de una imaginación configurante y radical que actúa, de manera oscura, en un momento anterior a la expresión; la poesía está atrapada precisamente en la aporía de que el momento de la revelación es un simple ver de manera inmediata (p. 17), una visión pura que, cuando alcanza la expresión, ya ha perdido gran parte de su poder y su capacidad de arrojar luz sobre la experiencia. Es, en definitiva, el gran tema de la poesía de la modernidad, que Miguel Ángel Curiel ha sabido sintetizar sabiamente en esta suerte de aforismo: “un poema que no sale es una bendición” (p. 43).    
     La mejor expresión de lo que digo la podemos encontrar en el poema que aparece en la página 60, para mí el mejor del libro y uno de los mejores de toda la trayectoria de Curiel. De hecho, podría servir de poética para su obra en conjunto, y desde luego, nos da la clave interpretativa del presente libro. Los versos se desenvuelven en torno al concepto de la “nada” y de la percepción de la realidad al alcance del poema. En la experiencia cotidiana la realidad es invisible, se esconde en la abrumadora multiplicidad de sus manifestaciones (“en la multitud / O en el río lleno de nadadores”), y solo se hace visible en “la nada del poema”, en el vaciamiento de experiencia que supone la escritura poética, en un proceso en cierto modo doloroso y siempre frustrante, pues lo que debía ser un “pararrayos / Que afilará la luz” se quedan solo en “espinas clavadas al papel”. La imagen de elevación “Casi puedo volar con la voz, / y ese casi es todo” (p. 26) revela, a su vez, ayudada por la paronomasia, esa aspiración siempre fallida, por cuya apertura de un espacio de fracaso (el casi) se alcanza paradójicamente la plenitud del sentido.

sábado, 13 de mayo de 2017

Nadie sabe qué Roma te atrapará, de José Ángel García


José Ángel García, Nadie sabe qué Roma te atrapará. Madrid: Vitruvio, 2017. 46 págs.

    Hay ciudades eminentemente poéticas como Venecia, París, Lisboa o Praga (Nueva York, en otro registro); ciudades que al pasar al verso se despliegan en símbolo, y que incluso generan su propio –ismo, como el “venecianismo”, efímera hiperbolización del culturalismo de los años 70. En todos estos casos, la literaturización de lo urbano es hallazgo reciente de la poética, pero Roma es la excepción: la Roma literaria viene de antiguo, no es invención de viajeros románticos, decadentes centroeuropeos o novísimos poetas.
    La prosapia poética de Roma es ancestral, eterna casi, como su propio lema indica. Y ha sido siempre, además, una ciudad plural, extremo que José Ángel García capta perfectamente en su título, donde resuena la pregunta inaugural de du Bellay sobre las Romas que el caminante busca sin encontrarlas, y que tradujo y adaptó nuestro genial Quevedo: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. Y el “atrapar” que ahí aparece puede tener un sentido positivo (erótico) como en las elegías de Goethe, encandilado por la muchachita romana que lo hizo neoclásico, o ser el riesgo ambivalente de la albertiana Roma, peligro para caminantes.
    Pero la Roma de José Ángel García da para mucho más, pues el título que acabo de glosar, aún siendo tan preciso, es enormemente engañoso al mismo tiempo, pues el poemario no trata exactamente de Roma. Haciendo bueno el viejo adagio de que todos los caminos conducen a Roma, en el libro todos los itinerarios conducen finalmente al poema que lo cierra, y que es de los pocos que tienen a la Ciudad Eterna como escenario. Utilizo el término “itinerarios” como nombre común, pero también como el nombre propio del libro de José Ángel García de 2008 con el que este hace pareja. Ambos versan sobre el viaje poético o la poética del viaje, o del viaje como pretexto para la poesía, o de la vida como pretexto para el viaje y la poesía, que de todo hay en ambos poemarios.