Miguel
Ángel Curiel, El nadador. Badajoz,
Editora Regional de Extremadura, 2016. 74 págs.
El
título de la última entrega de Miguel Ángel Curiel puede llevar a engaño al
lector, que pensará que el poeta ha vuelto al ciclo del agua, que dejó cerrado
con El
agua: poesía 2002-2012 (Tigres de papel, 2014), después de explorar la
materialidad sólida y fragmentada de Astillas
(Calambur, 2015). Sin embargo, El nadador,
no es un libro acuático, ni siquiera es líquido, se trata de una escritura
solar, traspasada en todo momento por la luz hiriente y definitiva de la
revelación; un astro que no es el sol negro de la melancolía del que hablaba
Nerval, aunque se haga algún guiño un tanto irreverente al autor francés: “Chiarezza negra, el sol es tonto” (p.
17).
En
cualquier caso, este sol preside, como gran parte de la escritura de Curiel,
una práctica alquímica, pues por doquier encontramos la transformación de todo
tipo de materia en luz, como la hierba que muere y se seca para ser encendida e
iluminar (p. 12); e inevitablemente ello nos lleva a una lectura metapoética y
autorreflexiva, pues la creación poética, se nos viene a decir, consiste
precisamente en eso: en transmutar un material inerte y común, como es el del
lenguaje y el de las vivencias cotidianas, en la luz reveladora del sentido o
su reverso la paradoja.
Esto último queda
claro cuando entendemos que, aunque la función del poema, como la del sol es
quemar y dar luz (p. 13), no estamos, sin embargo, bajo el régimen de la lógica
y la razón sino bajo el de una imaginación configurante y radical que actúa, de
manera oscura, en un momento anterior a la expresión; la poesía está atrapada
precisamente en la aporía de que el momento de la revelación es un simple ver
de manera inmediata (p. 17), una visión pura que, cuando alcanza la expresión,
ya ha perdido gran parte de su poder y su capacidad de arrojar luz sobre la
experiencia. Es, en definitiva, el gran tema de la poesía de la modernidad, que
Miguel Ángel Curiel ha sabido sintetizar sabiamente en esta suerte de aforismo:
“un poema que no sale es una bendición” (p. 43).
La mejor expresión
de lo que digo la podemos encontrar en el poema que aparece en la página 60,
para mí el mejor del libro y uno de los mejores de toda la trayectoria de
Curiel. De hecho, podría servir de poética para su obra en conjunto, y desde
luego, nos da la clave interpretativa del presente libro. Los versos se
desenvuelven en torno al concepto de la “nada” y de la percepción de la
realidad al alcance del poema. En la experiencia cotidiana la realidad es
invisible, se esconde en la abrumadora multiplicidad de sus manifestaciones
(“en la multitud / O en el río lleno de nadadores”), y solo se hace visible en
“la nada del poema”, en el vaciamiento de experiencia que supone la escritura
poética, en un proceso en cierto modo doloroso y siempre frustrante, pues lo
que debía ser un “pararrayos / Que afilará la luz” se quedan solo en “espinas
clavadas al papel”. La imagen de elevación “Casi puedo volar con la voz, / y
ese casi es todo” (p. 26) revela, a su vez, ayudada por la paronomasia, esa
aspiración siempre fallida, por cuya apertura de un espacio de fracaso (el
casi) se alcanza paradójicamente la plenitud del sentido.