jueves, 16 de septiembre de 2021

Dos poemas de Antonio Martínez Sarrión

 

la chica que conocí en una boda

fue la prima que entonces se casó
luego hubo baile                    
piano y batería mucho vino              
yo diría que gentes más bien pobres             
con los trajes de muerto de las fiestas                      
nevaba muchos viejos           
que echaban la colilla en un barreño            
y sacudían la mota                
mucha música            
la pizpireta que se está                      
bajando las bragas                 
se pone de puntillas               
mira a la galería                     
con aquellos ojazos virgen santa                  
y aquel reír el vino                
estuvo luego haciendo de las suyas              
hasta que ya no pude contenerme                 
y se lo dije                 
no a ella                     
a mis amigos              
y estuve enamorado como un mes                
 
 
Saldo
 
Duró poco, como era de prever.
Aún menos, como diría el clásico,
que la verdura de las eras. Quedan,
en la herida memoria
-esa puta borrosa conforme caen los años-
la noche en aquel faro
viendo entrar las falúas en el puerto,
algún afortunado calembour,
la fría y lluviosa vez
en que con gran ternura la cobijé en mi abrigo,
el circo de la nieve en el Paular
mantenido a distancia por la flor del almendro
que purísima ardía aquel marzo precoz.
Pienso que poco más. Si preferís
otro balance bien podría ser este:
la estrella de la tarde hecha pedazos
y el vendaval de vidrios en mi cara,
dos docenas de orgasmos no siempre compartidos
y una plausible tregua para el hígado.


La poesía, a diferencia de otros tipos textuales, como la narrativa, presenta una estructura lagunar, con menos marcas de cohesión superficial, lo que obliga al lector a implicarse en mayor grado en la creación de sentido, y a generar marcos interpretativos o modelos de mundo que subvierten o al menos ponen en cuestión los modelos prototípicos.

Es lo que ocurre en estos dos poemas de Martínez Sarrión, el primero de los cuales, además, carece de puntuación, obligando al lector a que intervenga más activamente en la construcción de la estructura textual. «La chica que conocí en una boda» activa desde su inicio un marco claro: una escena prototípica de enamoramiento en un entorno festivo, aunque el título no indique explícitamente que se trate de un poema de amor.

El poema comienza activando algunos de los elementos del marco de la boda, como la «novia» (esa «prima» tematizada con una sintaxis extremadamente coloquial que genera cierta ambigüedad), el baile, la bebida abundante, pero enseguida aparece un condicional («yo diría»), que cambia el régimen de la narración al comentario y la valoración, y que introduce un elemento discordante con el esquema prototípico al fijarse en la pobreza de la gente. Se produce, entonces, un doble nivel, el de la exposición y el del comentario, con la consiguiente división del yo entre quien vivió aquello entonces, y quien desde el presente lo comenta, lo que explica la atención a aspectos negativos como los trajes de muerto, la nevada o el escupir. En ese contexto hay que entender el desenlace grotesco, con «la pizpireta», identificada como un elemento posible en el marco de la boda y las consecuencias de sus alocadas acciones en el ánimo del emisor, que después de despertar diversas expectativas las va truncando: la cobardía de no declararse directamente a la interesada, y el impreciso «como un mes», que rebaja la aventura a un mezquino e impreciso marco temporal.

Algo parecido ocurre con el poema «Saldo», cuyo título esta vez no nos permite crear un marco definido de interpretación. Tampoco el inicio del poema da información para situar el tema, pues se abre con una oración elíptica y una caracterización inestable del locutor, que se nos presenta en principio como pedante (por la cita literaria) para salir inmediatamente con una metáfora provocadora (la memoria como puta borrosa).

A partir de entonces los datos textuales nos obligan a activar el marco, de nuevo, de la relación romántica prototípica: la noche en el faro, los juegos de ingenio, los viajes compartidos. La reformulación de la experiencia, sin embargo, hace entrar en este marco el espacio conceptual de lo comercial o contable, a que aludía el título, rebajando la relación amorosa a mero balance entre pérdidas y ganancias, que ocupan, dos a dos, los versos finales y que establecen un marcado contraste entre la brillantez imaginativa de la parte negativa y lo ramplón y vulgar del aspecto positivo, lo que redunda, en definitiva, en la caracterización del personaje elocutivo como imagen del perdedor, que se complace en su propio fracaso, cosa que también ocurría en el poema anterior.

viernes, 21 de mayo de 2021

La donación del poema



                            (Tarde de verano en Elca)

               Yo no era el mejor
               para mirar la tarde,
               pero me fue ofrecida;
     y en mis ojos
     se despertó el amor
     sin gran merecimiento.
     Y no fue necesaria una conciencia lúcida
     ni una más clara inteligencia:
     tú, que me lees
     con un mayor espíritu.
     Pero tampoco nadie
     pudo estimar tanto
     algún pequeño corazón
     con un corazón tan pequeño.
     Tú me comprendes con dificultad,
     pero sabes también
     que es suficiente mi dolor,
     y por eso me lees.

                  De Palabras a la oscuridad (1966)


    Soy consciente de que no es el mejor poema de Francisco Brines, ni el más célebre, pero reflexiona sobre la naturaleza de la comunicación poética como ningún otro, y quizá alcanza a tocar su secreto, como secreta quedará para nosotros para siempre la experiencia que subyace en él. Y es que ambos constituyen el mismo secreto, el mismo misterio.

    Este texto es un desafío al lector, una provocación mucho más elegante y pudorosa que el exabrupto baudeleriano ("hypocrite lecteur") y por ello más eficaz; y sin rectificaciones ni condescendencias ("mon semblable"), pero sí con la hermandad que da el dolor ("mon frère"). De hecho, el poeta comienza mostrando abiertamente sus cartas con una indicación referencial ("Tarde de verano en Elca") que insiste, ante el lector, en la veracidad de lo que se va a contar, pues a efectos meramente poéticos (en términos de coherencia textual) da igual que lo narrado sucediera en Elca o cualquier otro lugar, y lo mismo ocurre con la estación del año. Este excedente de información es una suerte de entrada musical que promete un striptease emocional, y un guiño a la adscripción a una estética del arte como confesión y desnudamiento, que, vamos a ver, enseguida subvierte; pero es que también eso forma parte del striptease (y del poema): el mostrar / el velar.

   El caso es que la anécdota precisa que prometía el encabezamiento se nos escamotea sistemáticamente, y damos con un "yo" que parece vivencial, contaminado por el índice de realidad de la ubicación espacio-temporal, pero que solo enuncia su disminución, su pequeñez, su pudorosa insignificancia ("no era el mejor", "sin gran merecimiento"); lo que nos habla a la vez de la gratuidad de una donación, la del amor. Esta entrega incondicional es tan poderosa que borra, en su aparición casi sacra, no solo al yo (y sus circunstancias) sino también al tú ("que me lees"), los hace prescindibles, los anonada; pero ese "yo", que se acaba de mostrar tan humilde, encuentra precisamente en esa visitación inmerecida del amor la razón de su superioridad sobre el lector: para vivir su experiencia única no le hizo falta la "conciencia lúcida" o la "clara inteligencia" de quien ahora lee meditativamente el poema, de nosotros en definitiva. Sobramos en aquella vivencia, pero, como al poeta, se nos ofrece sin merecerlo el don del poema, la comunicación del milagro. La donación que se nos hace con la poesía es reflejo de la donación que recibe el poeta (llámese amor), y que en verdad no tiene contenido, no le hace falta, es la simple forma de existir, la pura vivencia.

    En eso consiste la comunicación poética, nos dice Brines aquí, en hermanarse en el asombro de lo recibido (el amor, el poema), donde acecha también, como su reverso suficiente, la posibilidad de la herida, porque toda donación supone su pérdida. Leemos porque nos reconocemos en el dolor de la ausencia de aquel amor que hizo de un instante inesperado la plenitud de la vida, y que ahora tratamos de explicarnos con dificultad, en la confusión y el vacío de los que nacen la escritura y la lectura, los dos únicos modos de seguir habitando lo inmerecido.