la chica que conocí en una boda
luego hubo baile
piano y batería mucho vino
yo diría que gentes más bien pobres
con los trajes de muerto de las fiestas
nevaba muchos viejos
que echaban la colilla en un barreño
y sacudían la mota
mucha música
la pizpireta que se está
bajando las bragas
se pone de puntillas
mira a la galería
con aquellos ojazos virgen santa
y aquel reír el vino
estuvo luego haciendo de las suyas
hasta que ya no pude contenerme
y se lo dije
no a ella
a mis amigos
y estuve enamorado como un mes
Aún menos, como diría el clásico,
que la verdura de las eras. Quedan,
en la herida memoria
-esa puta borrosa conforme caen los años-
la noche en aquel faro
viendo entrar las falúas en el puerto,
algún afortunado calembour,
la fría y lluviosa vez
en que con gran ternura la cobijé en mi abrigo,
el circo de la nieve en el Paular
mantenido a distancia por la flor del almendro
que purísima ardía aquel marzo precoz.
Pienso que poco más. Si preferís
otro balance bien podría ser este:
la estrella de la tarde hecha pedazos
y el vendaval de vidrios en mi cara,
dos docenas de orgasmos no siempre compartidos
y una plausible tregua para el hígado.
La
poesía, a diferencia de otros tipos textuales, como la narrativa, presenta una estructura lagunar, con menos marcas de cohesión superficial, lo que obliga al lector a
implicarse en mayor grado en la creación de sentido, y a generar marcos
interpretativos o modelos de mundo que subvierten o al menos ponen en cuestión
los modelos prototípicos.
Es
lo que ocurre en estos dos poemas de Martínez Sarrión, el primero de los cuales,
además, carece de puntuación, obligando al lector a que intervenga más
activamente en la construcción de la estructura textual. «La chica que conocí
en una boda» activa desde su inicio un marco claro: una escena
prototípica de enamoramiento en un entorno festivo, aunque el título no indique
explícitamente que se trate de un poema de amor.
El
poema comienza activando algunos de los elementos del marco de la boda, como la
«novia» (esa «prima» tematizada con una sintaxis extremadamente coloquial que
genera cierta ambigüedad), el baile, la bebida abundante, pero enseguida
aparece un condicional («yo diría»), que cambia el régimen de la narración al
comentario y la valoración, y que introduce un elemento discordante con el
esquema prototípico al fijarse en la pobreza de la gente. Se produce, entonces,
un doble nivel, el de la exposición y el del comentario, con la consiguiente
división del yo entre quien vivió aquello entonces, y quien desde el presente
lo comenta, lo que explica la atención a aspectos negativos como los trajes de
muerto, la nevada o el escupir. En ese contexto hay que entender el desenlace
grotesco, con «la pizpireta», identificada como un elemento posible en el marco
de la boda y las consecuencias de sus alocadas acciones en el ánimo del emisor,
que después de despertar diversas expectativas las va truncando: la cobardía de
no declararse directamente a la interesada, y el impreciso «como un mes», que
rebaja la aventura a un mezquino e impreciso marco temporal.
Algo
parecido ocurre con el poema «Saldo», cuyo título esta vez no nos
permite crear un marco definido de interpretación. Tampoco el inicio del poema da
información para situar el tema, pues se abre con una oración elíptica y una
caracterización inestable del locutor, que se nos presenta en principio como
pedante (por la cita literaria) para salir inmediatamente con una metáfora
provocadora (la memoria como puta borrosa).
A
partir de entonces los datos textuales nos obligan a activar el marco, de nuevo,
de la relación romántica prototípica: la noche en el faro, los juegos de
ingenio, los viajes compartidos. La reformulación de la experiencia, sin
embargo, hace entrar en este marco el espacio conceptual de lo comercial o
contable, a que aludía el título, rebajando la relación amorosa a mero balance
entre pérdidas y ganancias, que ocupan, dos a dos, los versos finales y que
establecen un marcado contraste entre la brillantez imaginativa de la parte
negativa y lo ramplón y vulgar del aspecto positivo, lo que redunda, en
definitiva, en la caracterización del personaje elocutivo como imagen del
perdedor, que se complace en su propio fracaso, cosa que también ocurría en el
poema anterior.