Miguel Ángel Curiel, Astillas. Madrid: Calambur, 2015. 76
págs.
Sin
abandonar el estilo personal que le ha valido un puesto destacado en el panorama
lírico español, Miguel Ángel Curiel ha cerrado el ciclo de los elementos (agua,
aire, tierra), o por mejor decir lo ha entrecerrado –pues lo elmental sigue
siendo la base de su poetizar–, y ha centrado su nuevo libro, si podemos fijar
algo de todo lo que sugiere, en el problema de la identidad y la comunicación,
temas que ya habían aparecido en otras entregas.
Como
siempre en su poesía, el hecho de estar en el mundo se presenta como enigma y
nos vamos moviendo a lo largo del poemario por entre signos contradictorios,
contrastantes, aporéticos. El primer poema nos sitúa ya en el espacio donde el
hombre se enfrenta a la nada, como en el célebre poema de Montale (“Forse un
mattino andando in un'aria di vetro”), donde el sujeto lírico esperaba, “con un
terror de borracho”, encontrar la nada al volverse a mirar. Pero en Curiel no
se trata de un vacío ontológico exactamente
sino de una figuración de la identidad: damos a los demás la ilusión de existir,
pero es solo un espejismo; dentro hay un hueco, un sol de soledad, que calcina
el interior y brilla solo hacia el exterior. Este sol-estrella se constituye en
símbolo central del libro, y lo encontramos de nuevo en la “estrella del vino”
como soporte de una embriaguez vital (11), el sol como la luz de la muerte (14),
las estrellas como una cosecha de luz sacada de la negrura (16). En este último
ejemplo el elemento “luz” que calcina o aniquila se une a otro elemento muy
presente en todo el poemario, el de la orfandad universal, aquí en forma de “ser
desangelado” (16), que se repite en el poema inmediatamente posterior: el
hombre como ángel descarnado. Y en ambos poemas hallamos de nuevo una constante
en la poesía de Curiel, la presencia del color blanco (“Hombre desnudo en la
nieve” se titula el poema) como un cromatismo de la pureza de la desaparición,
nunca sabemos exactamente si negativo o
positivo. El problema de la identidad se va trenzando, pues, en nuestra lectura
a base de estas figuraciones que insisten en la luz blanca que ilumina lo otro,
pero no su origen, dejando una soledad de seres caídos de algún estado
angélico. Rilke y Celan, evidentemente, por entre bambalinas.
Resulta,
sin embargo, nueva la figuración de la identidad por medio de símbolos
vegetales negativos, en especial la imagen reiterada de árboles secos. En “Trasmoz”
encontramos la idea de la desasistencia angélica unida a la de la vegetación
muerta: “Hombres sin ángeles / agarrados / a ramas secas, / a las raíces / de
su yo” (12). Aquí comprobamos que el origen vacío del yo, su soledad radical,
se confunde con un exterior muerto, al contrario de lo que ocurría con las
imágenes de la luz. Más interesante a este respecto es el poema “Dehesa” (33),
donde el sujeto poético se identifica con el árbol arrancado: “y me sequé de
pie / como un tú que tiene ramas”. Este desdoblamiento supone un intento de
retorno a las raíces, pero el origen vuelve a aparecer como una luz muerta: “El
tú que mete / la cabeza en la tierra / para ver la casa, lo abierto / de los
ojos que se encienden / con el sol frío”. También puede tratarse aquí del “sol
frío” de la muerte, ya que asistimos a un enterramiento, pero la lectura es,
sin duda, mucho más rica y difícilmente comunicable.