Adolfo González, asturiano de Avilés por nacimiento y conquense de Cuenca por enredos del destino, acaba de publicar en Pre-textos La luna en la punta de la lengua, poemario que le valió hace unos meses el Premio "Arcipreste de Hita". Autor ya de cinco libros, alcanza con este una madurez expresiva y un tono propio que no se limita a prolongar los hallazgos de sus entregas anteriores, sino que los acendra, concreta, intensifica y los somete al rigor de la obra bien hecha.
Su particular Lunario sentimental es lúdico como el de Lugones, imaginativamente complejo como La luna de enfrente de Borges (del que también ha aprendido el uso de la cita apócrifa), y le anda siempre en órbita el mirlo de Wallace Stevens de Thirteen Ways of Looking at a Blackbird, por aquello del contraste cromático y el escenario de nocturnidad.
El título no solo remite a un lapsus lunae, sino que en la mejor tradición vanguardista ofrece una sacralidad subvertida (o rescatada, vaya usted a saber) al darnos una imagen eucarística con el satélite como hostia y el poeta/lector como cósmico y divertido comulgante. Y en efecto, el libro se mueve en ese terreno difícil entre la irreverencia y la fe inveterada, lo astuto y lo ingenuo, con una ligereza que asombra. Cuando creemos que el poema va a derivar hacia la burla, la parodia directa o lo simplemente ingenioso, el poeta nos sorprende con una paradoja de calado:
LOS CUATRO AMIGOS
Quien fui, quien soy, quien seré,
hemos quedado en el centro
para tomar el vermú.
Conste:
no tengo pensado presentarme.
El no ser
es mi manera de ser.
Y, al contrario, cuando pensamos que la cosa se pone de rictus y solemnidad nos encontramos con curiosos visitantes de los espacios líricos:
Como grano de arena al viento,
te rindes a lo santo
y, de pronto, te ves desenterrando risas
-rosas del más allá-
en este cementerio de la página
por tantos astronautas visitada.
Con estas breves muestras podemos apreciar ya las constantes de la poesía que contiene el libro: la tendencia hacia las formas breves, el gusto por la paradoja y el giro sorpresivo, y la omnipresencia de la metapoesía. La existencia y la creación corren en planos paralelos, como la escritura y la lectura, según demuestra palmariamente "Luna llena" (p. 17). Más que una obra posmoderna podemos hablar de la asunción de una modernidad paradójica, ya que el terreno de lo sagrado sigue indemne por debajo del jugueteo de la superficie textual. En esto Adolfo González tiene como maestro a José Luis Jover pero sin llegar a la disolución de todo apoyo que caracteriza a Jover. Mientras que este nos deja despeinados, sin ropa y sin saber si quiera dónde la hemos puesto o si alguna vez algo cubrió nuestros cuerpos, Adolfo descubre que "sin ropa / también estoy vestido" (p. 46).
El poeta de la luna se mueve satisfecho y feliz en medio de la contradicción y el sinsentido, porque en realidad habita un naufragio solo aparente. Como un puzle, la realidad vuelve a componerse y es tan divertido desmontarla como volverle a encontrar su sentido aunque alguna pieza se nos haya quedado cabeza abajo o no encaje bien del todo.
Se trata de una poesía que colinda con otros géneros como la sentencia o el aforismo. El haiku establece un punto de fuga, al que acaban tendiendo muchos de los textos del libro, aunque no haya una intención consciente. Parodiando a Mallarmé, "todo en el mundo existe para acabar en un haiku (o sus variantes)".
La luna en la punta de la lengua es un libro que merece la pena leer porque no se nos cae la sonrisa de la boca (memorable es el maestro Dao Fu con sus intermitentes cameos) y, sin embargo, se nos puede caer la boca de asombro.
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