domingo, 7 de junio de 2015

Astillas, de Miguel Ángel Curiel



Miguel Ángel Curiel, Astillas. Madrid: Calambur, 2015. 76 págs.


   Sin abandonar el estilo personal que le ha valido un puesto destacado en el panorama lírico español, Miguel Ángel Curiel ha cerrado el ciclo de los elementos (agua, aire, tierra), o por mejor decir lo ha entrecerrado –pues lo elmental sigue siendo la base de su poetizar–, y ha centrado su nuevo libro, si podemos fijar algo de todo lo que sugiere, en el problema de la identidad y la comunicación, temas que ya habían aparecido en otras entregas.
    Como siempre en su poesía, el hecho de estar en el mundo se presenta como enigma y nos vamos moviendo a lo largo del poemario por entre signos contradictorios, contrastantes, aporéticos. El primer poema nos sitúa ya en el espacio donde el hombre se enfrenta a la nada, como en el célebre poema de Montale (“Forse un mattino andando in un'aria di vetro”), donde el sujeto lírico esperaba, “con un terror de borracho”, encontrar la nada al volverse a mirar. Pero en Curiel no se trata de un vacío ontológico exactamente sino de una figuración de la identidad: damos a los demás la ilusión de existir, pero es solo un espejismo; dentro hay un hueco, un sol de soledad, que calcina el interior y brilla solo hacia el exterior. Este sol-estrella se constituye en símbolo central del libro, y lo encontramos de nuevo en la “estrella del vino” como soporte de una embriaguez vital (11), el sol como la luz de la muerte (14), las estrellas como una cosecha de luz sacada de la negrura (16). En este último ejemplo el elemento “luz” que calcina o aniquila se une a otro elemento muy presente en todo el poemario, el de la orfandad universal, aquí en forma de “ser desangelado” (16), que se repite en el poema inmediatamente posterior: el hombre como ángel descarnado. Y en ambos poemas hallamos de nuevo una constante en la poesía de Curiel, la presencia del color blanco (“Hombre desnudo en la nieve” se titula el poema) como un cromatismo de la pureza de la desaparición, nunca sabemos exactamente si  negativo o positivo. El problema de la identidad se va trenzando, pues, en nuestra lectura a base de estas figuraciones que insisten en la luz blanca que ilumina lo otro, pero no su origen, dejando una soledad de seres caídos de algún estado angélico. Rilke y Celan, evidentemente, por entre bambalinas.
   Resulta, sin embargo, nueva la figuración de la identidad por medio de símbolos vegetales negativos, en especial la imagen reiterada de árboles secos. En “Trasmoz” encontramos la idea de la desasistencia angélica unida a la de la vegetación muerta: “Hombres sin ángeles / agarrados / a ramas secas, / a las raíces / de su yo” (12). Aquí comprobamos que el origen vacío del yo, su soledad radical, se confunde con un exterior muerto, al contrario de lo que ocurría con las imágenes de la luz. Más interesante a este respecto es el poema “Dehesa” (33), donde el sujeto poético se identifica con el árbol arrancado: “y me sequé de pie / como un tú que tiene ramas”. Este desdoblamiento supone un intento de retorno a las raíces, pero el origen vuelve a aparecer como una luz muerta: “El tú que mete / la cabeza en la tierra / para ver la casa, lo abierto / de los ojos que se encienden / con el sol frío”. También puede tratarse aquí del “sol frío” de la muerte, ya que asistimos a un enterramiento, pero la lectura es, sin duda, mucho más rica y difícilmente comunicable.

      Esta idea, que acaba de aparecer, de que existe un “tú” en todo proceso de comprensión de uno mismo y de que es la mirada el soporte de esa comprensión sirve para enlazar el problema de la identidad con el de la comunicación. Ese salir del “yo” hacia fuera (el dar luz a los otros) para entenderse desemboca en realidad en una comunicación fallida que el poeta nos revela por medio de la imagen del “peso”: “ese tú en el que estamos encerrados todos, el yo es muy primigenio, pero lo que pesa en uno es el tú, el tú que llevamos a la nieve” (19). La imagen de la gravedad del existir entendiendo se extiende por todo el poemario, y así encontramos versos como: “Se lleva a sí mismo / como un peso muerto” (9), o “(Qué peso / si es claridad)” (67). La enorme tarea de comprender y darse a comprender está sometida al juego móvil e inaprensible de los signos. Lo que el poeta dice, lo que cree una “fortuna” –la amistad, el amor– es desmentido por la escritura o la lectura del libro, que lo convierte en una “desventura” (10). Y es que, como se nos dice en el poema “Hombre desnudo en la nieve”, clave para entender muchos planteamientos del poemario, “todos los signos encierran lo abierto. No serían signos si no fuera así”. Con un léxico claramente heideggeriano, el poeta apuesta por la paradoja: “encerrar lo abierto” puede querer decir, en consonancia con el filósofo alemán, que los signos contienen la apertura del ser o, al contrario, que cierran la posibilidad de acceder a la apertura del ser. La declaración que habla sobre el poder de los signos es ella misma contradictoria. De ahí que en la figuración de la Sibila el poeta acabe proclamando: “canto sin saber qué digo” (34). El hecho de que los signos se muevan a su capricho se ve aquí como una liberación, que, como no podía ser de otra manera, es una liberación paradójica: “Y ella, la ponderosa, / la que nada dice / porque ya lo ha dicho todo...”. El vacío del silencio es en realidad el peso de haberlo dicho todo, haber abarcado todo lo abierto con los signos  y haberse quedado en la nada.
      No es extraño, pues, que abunde la paradoja en Astillas, quizá más que en otras entregas del poeta, y así nos encontramos con que “El muerto no tiene sed”, pero inmediatamente “su sed / es lo que le diferencia / de nuestra sed” (14), o la nube que “dentro lleva / todo lo que no lleva” (15), o “el lugar amarillo es negro” (38). Las contradictorias “estrellas negras” (33) nos recuerdan al “sol negro de la melancolía” de Nerval. En alguna ocasión a la paradoja se une el juego conceptual: “el doloroso e indoloro mundo, / donde el ser se vuelve res” (50). Al hecho de que el mundo se presente simultáneamente como “doloroso e indoloro”, se une la imposible verdad, ya puramente lingüística, de que “ser” y “res” sean una reflejo formal de la otra: el ser y la nada son dos imágenes de la misma palabra, a la vez que no podemos apartar la idea de que el mundo degrada al “ser” hasta la categoría de ganado. Como queda claro en el poema que da título al libro: “Lo borroso del ser / es lo mas claro / y la ceniza / otra nieve” (52).
      Las derivaciones y paronomasias son igualmente consecuencia de ese deslizamiento incontrolado de los signos: los “soles solos”; de especial relevancia es el juego con “ojos”, “ojeras”, “ojeriza”, que se repite en varios textos al ser los ojos, como ya hemos visto, el medio para iluminar lo otro. En otra ocasión (“París”, 22) el poeta se entrega a un juego de combinatoria lingüística.
     Muchos más podría comentarse de este poemario, que se abre a la perplejidad de que algo exista y se pueda decir. Curiel nos arranca a cada momento de un suelo que creíamos firme para recordarnos a través de imágenes poderosas y contradictorias que “nunca sabré / la hoja que soy” (55), o, con más contudencia, que “no hace falta estar allí / para no ser este / que soy tras las cabras” (31); la presencia y la ausencia son categorías que ya no nos sirven, quizá el lenguaje tampoco, pero el intento de nombrar lo innombrable hace que el pensamiento pierda también su calidad de pensable y nos encontremos arrojados a la pura percepción de existir, una estética de lo que queda cuando nos hemos asomado a la nada.

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