viernes, 21 de mayo de 2021

La donación del poema



                            (Tarde de verano en Elca)

               Yo no era el mejor
               para mirar la tarde,
               pero me fue ofrecida;
     y en mis ojos
     se despertó el amor
     sin gran merecimiento.
     Y no fue necesaria una conciencia lúcida
     ni una más clara inteligencia:
     tú, que me lees
     con un mayor espíritu.
     Pero tampoco nadie
     pudo estimar tanto
     algún pequeño corazón
     con un corazón tan pequeño.
     Tú me comprendes con dificultad,
     pero sabes también
     que es suficiente mi dolor,
     y por eso me lees.

                  De Palabras a la oscuridad (1966)


    Soy consciente de que no es el mejor poema de Francisco Brines, ni el más célebre, pero reflexiona sobre la naturaleza de la comunicación poética como ningún otro, y quizá alcanza a tocar su secreto, como secreta quedará para nosotros para siempre la experiencia que subyace en él. Y es que ambos constituyen el mismo secreto, el mismo misterio.

    Este texto es un desafío al lector, una provocación mucho más elegante y pudorosa que el exabrupto baudeleriano ("hypocrite lecteur") y por ello más eficaz; y sin rectificaciones ni condescendencias ("mon semblable"), pero sí con la hermandad que da el dolor ("mon frère"). De hecho, el poeta comienza mostrando abiertamente sus cartas con una indicación referencial ("Tarde de verano en Elca") que insiste, ante el lector, en la veracidad de lo que se va a contar, pues a efectos meramente poéticos (en términos de coherencia textual) da igual que lo narrado sucediera en Elca o cualquier otro lugar, y lo mismo ocurre con la estación del año. Este excedente de información es una suerte de entrada musical que promete un striptease emocional, y un guiño a la adscripción a una estética del arte como confesión y desnudamiento, que, vamos a ver, enseguida subvierte; pero es que también eso forma parte del striptease (y del poema): el mostrar / el velar.

   El caso es que la anécdota precisa que prometía el encabezamiento se nos escamotea sistemáticamente, y damos con un "yo" que parece vivencial, contaminado por el índice de realidad de la ubicación espacio-temporal, pero que solo enuncia su disminución, su pequeñez, su pudorosa insignificancia ("no era el mejor", "sin gran merecimiento"); lo que nos habla a la vez de la gratuidad de una donación, la del amor. Esta entrega incondicional es tan poderosa que borra, en su aparición casi sacra, no solo al yo (y sus circunstancias) sino también al tú ("que me lees"), los hace prescindibles, los anonada; pero ese "yo", que se acaba de mostrar tan humilde, encuentra precisamente en esa visitación inmerecida del amor la razón de su superioridad sobre el lector: para vivir su experiencia única no le hizo falta la "conciencia lúcida" o la "clara inteligencia" de quien ahora lee meditativamente el poema, de nosotros en definitiva. Sobramos en aquella vivencia, pero, como al poeta, se nos ofrece sin merecerlo el don del poema, la comunicación del milagro. La donación que se nos hace con la poesía es reflejo de la donación que recibe el poeta (llámese amor), y que en verdad no tiene contenido, no le hace falta, es la simple forma de existir, la pura vivencia.

    En eso consiste la comunicación poética, nos dice Brines aquí, en hermanarse en el asombro de lo recibido (el amor, el poema), donde acecha también, como su reverso suficiente, la posibilidad de la herida, porque toda donación supone su pérdida. Leemos porque nos reconocemos en el dolor de la ausencia de aquel amor que hizo de un instante inesperado la plenitud de la vida, y que ahora tratamos de explicarnos con dificultad, en la confusión y el vacío de los que nacen la escritura y la lectura, los dos únicos modos de seguir habitando lo inmerecido.

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