Idoia Arbillaga, Los márgenes del agua. Madrid: Tigres de
papel, 2014. 85 pp.
El
segundo poemario de Idoia Arbillaga profundiza, estiliza y amplía las líneas
temáticas y formales de su anterior entrega (Pecios sin nombre, Amargord, 2012). Los márgenes del agua supone una inmersión, no siempre fácil y
desde luego nunca tranquilizadora, en un mundo poético que al tiempo que nos es
familiar resulta altamente desconcertante y perturbador, y nos obliga a afinar
nuestras coordenadas artísticas y vitales.
Este
libro, marítimo en su esencia imaginativa y simbólica, se declara en busca de
los márgenes desde el título. A la metáfora del mar como escritura, heredada de
la tradición, se le añade la sorpresa de una ambigüedad gramatical (lo esperado
serían “las márgenes” aplicado al agua) que abre el libro, antes incluso de ser
materialmente abierto, a múltiples sugerencias que implican una escritura de la
frontera, al margen, una escritura sobre lo que el mar arroja. Y el juego con
el género gramatical / sexual no es inocente, como ocurría en el poemario
anterior.
En
cualquier caso, la travesía no nos llevará por un mar sereno o clásico, sino
por aguas revueltas y que lo revuelven todo. La fuerza de las imágenes nos
conduce al lado más salvaje del surrealismo. Basta encarar el primer texto para
encontrar afirmaciones como estas: “La lepra en el sentimiento, que lo
descompone, como un alacrán corrupto que se nutre del hueso. La
navaja-almendra, dulce pero afilada, también fue suya. Va rasgando mi bolso de
mimbre y su inocencia” (15), donde reconocemos el eco verbal del plano inicial
de Un perro andaluz y la estética de
lo podrido que practicaron allí Dalí y Buñuel, aparte de las resonancias
sexuales o la implicación de vida y muerte en un solo acto, que aquí se atisba,
como la yuxtaposición de dos formas de ausencia. El mismo recuerdo del film
surrealista aparece más claro páginas adelante: “Cristales y presencias rasgan
la córnea del buey, que se anega de un cuarzo líquido, luminoso” (39).
Estamos
en el mundo de los Cantos de Maldoror,
a los que se homenajea explícitamente en el poema “El palacio del placer
oscuro” (30-31), al que sigue un eslogan rimbaldino renormalizado “Je suis un autre” (32). El poemario se
sumerge así en la poética que da origen a la irracionalidad moderna y
posmoderna, con el añadido del malditismo marca Baudelaire. Abundan los
animales que pinchan o hieren: alacranes, cangrejos, mantis, situados por lo
habitual en paisajes desolados, como los de Chirico, algunos de Dalí o Max
Ernst, inquietantes, yermos, pétreos, obsesivamente compuestos por materiales
corrosivos pero también blanqueadores como la sal y la cal (paronomásicos), probablemente
con funciones metapoéticas: lo que da blancura y claridad también destruye.
La
lógica que rige este aspecto del libro es la onírica, entre el ensueño y la
pesadilla, con la alternancia entre el versículo largo y los versos breves, que
indican con su contraste el paso de un mundo a otro. Por ejemplo, a la
sicodelia amable de “gozo de peces, / caracolas, algas y esponjas de cal
violeta” sigue inmediatamente: “mas pronto se vuelve sima de océano baldío e
infecundo, / roto de olas, seco” (17). Igualmente, las prosas que introducen
cada una de las partes del libro forman una serie de continuidad tortuosa y
están llenas de símbolos difíciles de desentrañar, enredados a sugerencias
arcanas, fragmentos de sueños intensamente inquietantes.
En esta línea
hay zonas que recuerdan al Libro de las
alucinaciones de José Hierro, como el poema “Acechados” (26-27), en el que
respiramos una atmósfera coincidente con la mezcla de dos poemas de aquel libro
“Alucinación submarina” y “Mis hijos me traen flores de plástico”. Incluso la tendencia
de Idoia Arbillaga a evitar la aposición en favor de compuestos de acuñación
propia: cuerpo-cobijo, aula-mar, beso-enredadera, se explica en ese ámbito de
mundo alucinado y de fusión de realidades llevado a la gramática.
Por
contraste, encontramos poemas de fuerte impronta clásica: “El mar me mira”
(21-22) donde parece que estamos ante el ponto homérico, guiados por metáforas
de raigambre tradicional: “Va quebrando el buque la piel del mar”. Se trata, en
este caso, de un mar divinizado, que mira como un héroe antiguo “engañoso
varón, osado y sensual”. Pero en este refugio de clasicidad, llama en especial
la atención el uso de la forma soneto; ahí la poeta demuestra sus dotes al
remozar y dar un agua nueva a la herencia de lo libresco. Este divertimento con
la tradición es legado del soneto barroco y conceptista de carácter burlesco,
en que, como en una montaña rusa, se pasa de lo más elevado a lo más terreno,
del lenguaje más sublime a la expresión duramente coloquial, aparte de
licencias como el uso de la asonancia.
Como
no podía ser menos, se sigue por el poemario, y en respuesta a la metáfora del
título, una meditación sobre el propio acto de escribir, que se hace explícita
en el poema “Huesos encendidos” (28-29), donde la persistencia de lo óseo,
calcárea materia seca, se enciende y se humaniza con la palabra verdadera, con
el trasfondo del arrebato del fuego del mito de Prometeo.
Y es que uno de los temas centrales del libro es la relación entre arte y verdad; relación que se condensa en una declaración de nuevo surrealista: "el arte, que no es arte / sin cópula con la verdad" (26). Ahí resuena Heidegger y su concepción del arte como desvelamiento y apertura hacia lo auténtico, pero servido en la bandeja tensa de una imagen que podemos rastrear en Breton:
Y que se entienda bien que decimos ‘juegos de
palabras’ cuando son nuestras más seguras razones de ser las que están en
juego. Las palabras, por lo demás, han dejado de jugar. Las palabras hacen el
amor (“Les mots sans rides”)
Pero nuestra autora va mucho más
allá: la verdad no surge del acoplamiento (en su acepción animal) de las
palabras, sino que hay un sentido más allá de la verdad, que surge de su cópula
con el arte, con una imagen más atrevida, que deja el “hacer el amor” de Breton
como propio de un señor tirando a mojigato.
La
presentación de la relación entre arte y verdad bajo especie sexual no nos debe
sorprender en una autora que imprega su creación de una fuerte tensión erótica
(ya pasaba en el poemario anterior); y si en la parte primera (“Ausencias”) el
nexo se establecía entre los gemelos Veritas
et Ars, en la segunda parte (“Presencias”) los gemelos se han convertido en
Eros et Ars, con lo que alcanzaríamos
la tríada platónica: Verdad, Bien y Belleza, si no fuera porque no se trata
exactamente de Belleza. El erotismo de Idoia Arbillaga no la descarta, pero la
considera solamente el efecto de un impulso mucho más oscuro y más violento. La
tercera parte (“Redenciones”) está directamente compuesta por poemas eróticos cargados
de fuerza no solo por su contenido sino por las imágenes de violencia, inmersión,
rapidez, trallazos sísmicos con que se explica el deseo sexual, a lo que
colaboran los finales lapidarios, donde el deseo llega a su cumbre en el mínimo
de palabras: el monosílabo, la afirmación.
La apropiación
de la imaginería religiosa para la expresión erótica presente en “Mandamientos
de la ley de mi amor” (51-52), en el remedo de la inmaculada concepción que
supone “Hija de las aguas” (53-54) y más claramente en “Sacramental” (61) tiene
también una amplia trayectoria en la tradición, y permite a la autora una
inteligente prestidigitación entre el impulso místico y la provocación
sacrílega.
No quiero acabar
sin mencionar la memoria, otro de los temas axiales de la poética contemporánea,
y que aquí se imbrica en la necesaria relación entre arte y verdad de que he
hablado, pues la verdad de lo poético depende muchas veces de la capacidad que
tiene el arte para hacer vivir los recuerdos, sacarlos de su tiempo clausurado
con todo su séquito de resonancias emocionales. En este sentido son ejemplares
los poemas sobre los padres “La casa de los padres” (23-24) y “El corazón
flotante” (el único en prosa, dedicado a la madre) (43-44), donde el estado de
orfandad como un imposible regreso a lo primigenio y auténtico nos impone la
verdad de la poesía en su rendención de ausencias.
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