Miguel
Ángel Curiel, El nadador. Badajoz,
Editora Regional de Extremadura, 2016. 74 págs.
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En
cualquier caso, este sol preside, como gran parte de la escritura de Curiel,
una práctica alquímica, pues por doquier encontramos la transformación de todo
tipo de materia en luz, como la hierba que muere y se seca para ser encendida e
iluminar (p. 12); e inevitablemente ello nos lleva a una lectura metapoética y
autorreflexiva, pues la creación poética, se nos viene a decir, consiste
precisamente en eso: en transmutar un material inerte y común, como es el del
lenguaje y el de las vivencias cotidianas, en la luz reveladora del sentido o
su reverso la paradoja.
Esto último queda
claro cuando entendemos que, aunque la función del poema, como la del sol es
quemar y dar luz (p. 13), no estamos, sin embargo, bajo el régimen de la lógica
y la razón sino bajo el de una imaginación configurante y radical que actúa, de
manera oscura, en un momento anterior a la expresión; la poesía está atrapada
precisamente en la aporía de que el momento de la revelación es un simple ver
de manera inmediata (p. 17), una visión pura que, cuando alcanza la expresión,
ya ha perdido gran parte de su poder y su capacidad de arrojar luz sobre la
experiencia. Es, en definitiva, el gran tema de la poesía de la modernidad, que
Miguel Ángel Curiel ha sabido sintetizar sabiamente en esta suerte de aforismo:
“un poema que no sale es una bendición” (p. 43).
La mejor expresión
de lo que digo la podemos encontrar en el poema que aparece en la página 60,
para mí el mejor del libro y uno de los mejores de toda la trayectoria de
Curiel. De hecho, podría servir de poética para su obra en conjunto, y desde
luego, nos da la clave interpretativa del presente libro. Los versos se
desenvuelven en torno al concepto de la “nada” y de la percepción de la
realidad al alcance del poema. En la experiencia cotidiana la realidad es
invisible, se esconde en la abrumadora multiplicidad de sus manifestaciones
(“en la multitud / O en el río lleno de nadadores”), y solo se hace visible en
“la nada del poema”, en el vaciamiento de experiencia que supone la escritura
poética, en un proceso en cierto modo doloroso y siempre frustrante, pues lo
que debía ser un “pararrayos / Que afilará la luz” se quedan solo en “espinas
clavadas al papel”. La imagen de elevación “Casi puedo volar con la voz, / y
ese casi es todo” (p. 26) revela, a su vez, ayudada por la paronomasia, esa
aspiración siempre fallida, por cuya apertura de un espacio de fracaso (el
casi) se alcanza paradójicamente la plenitud del sentido.
El poeta, por
tanto, es un nadador en el sentido de que debe “hacer la nada” (fracasar) en su
poema para que la realidad aparezca en todo su esplendor y atraer el rayo de la
revelación. El poeta como creador de la nada es una imagen justa, original y
paradójica en tanto que se opone a la tradicional idea del poeta como creador
de mundos. En el mismo sentido va el gesto de “firmar en la nada” que aparece
un poco después (p. 64), o la afirmación de que “toda poesía se escribe en la
nieve” (p. 71), como figuración del vacío.
La paronomasia
“nada”-“nadador” destapa otra serie de juegos homofónicos que aparecen por
diversas zonas del poemario y que refuerzan esta lectura, además de mostrar que
esa búsqueda de la nada se realiza por medio de la puesta en tensión del
lenguaje: es necesario vaciar el lenguaje de su univocidad, que supone la
proliferación y diferenciación de los significados, para unificarlo en palabras
que se confundan y acaben diciendo todas lo mismo: un vacío pleno de
potencialidades. Tenemos, en esta línea, la paronomasia “sol” y “sal”, que se
repite en las páginas 29 y 44; la que encontramos en la página 63: “pon pena en
el poema y te saldrá un pan”; o en la página 69: “Oir y huir es lo mismo”. Pero
el calambur más poderoso y revelador lo encontramos hacia el final del libro
“Nadie ha escrito helecho en un poema” (p. 71). Leído de manera literal resulta
obviamente falso, pero leído como “el hecho” nos descubre una verdad: la
realidad inmediata, el suceso en estado puro no entra en el poema, tiene que
dejarse deshacer en el lenguaje, despojarse de su sentido y darse la vuelta
para generar una palabra nueva que enuncia simultáneamente una falsedad
palpable (pues alguien seguramente habrá escrito “helecho” en un poema) y la
evidencia de que la nueva palabra, con su doble perfil, es la primera vez que
se escribe.
Otra estrategia
para descentrar el lenguaje es la inclusión casi constante de expresiones en
otras lenguas, a veces mezcladas entre sí, que produce la sensación de una
logomaquia en que el sentido naufraga.
A
la continua transformación del lenguaje corresponde o acompaña esa omnipresente
movilidad y metamorfosis de la realidad, a la que aludía antes y que es tan
característica de la poesía de Curiel. Hay un constante juego y contraste de
colores y sensaciones, entre lo blanco y lo negro, lo ardiente y lo frío (el
sol y la nieve, el sol y la sal), y sus transiciones, hasta el punto de
desembocar, una vez más, en la imagen surrealista: “Si cierro los ojos veo
cucarachas blancas en una cabeza de sol” (p. 15); o directamente en la
paradoja: “el blanco de la sábana negro” (p. 25).
La identidad misma
del poeta se ve transfigurada, a partir del signo lingüístico que lo identifica
(su nombre), en la imagen del ángel: “Ángel me llamáis”, en una curiosa
relectura invocatoria del “Ángel me dicen” de Ángel González (p. 26). Este ser,
que aparece en otros poemas del autor, relacionado con lo blanco, la nieve, la
harina y las sábanas, se presenta aquí como una reelaboración del mito de
Ícaro: “con alas de papel / que se quemaban sobre mí” (p. 24). Se hacen
visibles, entonces, todas las tensiones del hacer poético: la pureza de la
palabra-poeta contra el sol que quema sus aspiraciones, pero que a la vez sirve
para engendrar la nada en que la realidad se hace poema, una tensión
irresoluble que tiene como salida el recurso a un nuevo mito solar: el del Áve
Fénix que arde para resucitar. Quizá sea esa la lectura que debemos hacer del
poema que se inicia precisamente con la mención de dos aves: “El charrán y el
papialbo” (p. 67), y que se cierra con la constatación de que la realidad
muerta (“Cortaron el viejo pino / de mi infancia”) solo sobrevive en la
experiencia solar y abrasadora del poema: “y es ahora, / mientras lo arrastran / los cables de oro del sol…”.
El nadador, puesto bajo la advocación de los grandes
poetas de la modernidad que han sabido llevar la intensidad hasta los límites
donde Curiel la recibe y la trabaja para hacerse partícipe de esa herencia (Ungaretti,
Dickinson, Celan), es un libro mayor, cuya lectura no se puede encerrar en
estas palabras ni en ningunas otras que intenten comprenderlo, porque su
esencia es vaciarse para que el lector asuma su plenitud, en una continua
transformación que abarca al mundo, al lenguaje y sus paradójicas relaciones,
distancias e identidades.
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