sábado, 13 de mayo de 2017

Nadie sabe qué Roma te atrapará, de José Ángel García


José Ángel García, Nadie sabe qué Roma te atrapará. Madrid: Vitruvio, 2017. 46 págs.

    Hay ciudades eminentemente poéticas como Venecia, París, Lisboa o Praga (Nueva York, en otro registro); ciudades que al pasar al verso se despliegan en símbolo, y que incluso generan su propio –ismo, como el “venecianismo”, efímera hiperbolización del culturalismo de los años 70. En todos estos casos, la literaturización de lo urbano es hallazgo reciente de la poética, pero Roma es la excepción: la Roma literaria viene de antiguo, no es invención de viajeros románticos, decadentes centroeuropeos o novísimos poetas.
    La prosapia poética de Roma es ancestral, eterna casi, como su propio lema indica. Y ha sido siempre, además, una ciudad plural, extremo que José Ángel García capta perfectamente en su título, donde resuena la pregunta inaugural de du Bellay sobre las Romas que el caminante busca sin encontrarlas, y que tradujo y adaptó nuestro genial Quevedo: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. Y el “atrapar” que ahí aparece puede tener un sentido positivo (erótico) como en las elegías de Goethe, encandilado por la muchachita romana que lo hizo neoclásico, o ser el riesgo ambivalente de la albertiana Roma, peligro para caminantes.
    Pero la Roma de José Ángel García da para mucho más, pues el título que acabo de glosar, aún siendo tan preciso, es enormemente engañoso al mismo tiempo, pues el poemario no trata exactamente de Roma. Haciendo bueno el viejo adagio de que todos los caminos conducen a Roma, en el libro todos los itinerarios conducen finalmente al poema que lo cierra, y que es de los pocos que tienen a la Ciudad Eterna como escenario. Utilizo el término “itinerarios” como nombre común, pero también como el nombre propio del libro de José Ángel García de 2008 con el que este hace pareja. Ambos versan sobre el viaje poético o la poética del viaje, o del viaje como pretexto para la poesía, o de la vida como pretexto para el viaje y la poesía, que de todo hay en ambos poemarios.

    Aquí encontramos parajes lejanos como Cachemira, pero también la contemplación de lo que tenemos a mano como la hoz de Cuenca. Porque la distancia no viene marcada por el espacio sino por la memoria, de manera que el libro es un viaje en el tiempo más que en el espacio, un deambular de la memoria que se torna trascendente en el sentido de que busca dar sentido a las vivencias concretas desde la distancia que dispone la palabra. Creo que, en realidad, esta dinámica recorre por entero la obra de José Ángel García, y que aquí se hace notar más.
    La idea de trascendencia, la intuición de que hay algo que supera al sujeto y le otorga sentido desde fuera la tenemos ya en el título, al que vuelvo. Hay dos alternativas lógicas para él: “Nadie sabe qué Roma le atrapará”, o “No sabes qué Roma te atrapará”, pero el hecho de mezclar ambas posibilidades en una sola solución sintáctica híbrida supone una percepción exterior al sujeto, como si alguien lo estuviera viendo o sabiendo desde fuera.
    Esta sensación está presente en cada uno de los poemas del libro. Las impresiones que se recogen, aunque en ocasiones muy detalladas, remiten siempre a un más allá del sentido. Por ejemplo, en el poema inicial la visión de unos patos en el río otoñal señala la ausencia de la amada, o la epifanía recibida en “Lago Dal” (17-18), poemas que podríamos considerar como haikus extendidos, por su poder de sugerencia.
    También la vivencia histórica se encuentra trascendida en “Cine de barrio” (15) y solo cobra su entera dimensión desde el ahora de la evocación. En definitva, se trata de fijar un tiempo que fluye: “Fue allá, en Cachemira, / en aquellos tiernos años / en los que el tiempo / buscaba hacerse nido / persiguiendo en / lo fugaz / lo eterno” (16). La metáfora que guía toda esta primera parte y que le da título: “pez en fuga”, se despliega en los versos en figuras de animales que huyen, vuelan o resbalan. La animalización de la vivencia nos habla no solo de la nostalgia de un mundo personal perdido sino también de una añoranza mucho más radical por lo adánico y primigenio.
    Sobre la segunda parte (“Estación en curva”) planea otra metáfora de signo contrario, la del viaje urbano, que arranca con un poema-aviso, una advertencia que contrasta con la inocencia de la parte anterior. Parafraseando a Blake, hemos pasado de los cantos de inocencia a los cantos de experiencia. En esta parte, lo elegiaco se tinta de dolor y desencuentro (“Sotto la pioggia”), porque al ansia de comunión la ha sustituido la conciencia de la distancia y de la imposibilidad de un rescate, aunque sea solo simbólico, como indica el resignado “Es un hecho”, o la afirmación del desencanto con que se cierra esta sección: “Nunca dejes de creer, pero / tampoco, / creas nunca / demasiado” (30).
   La última parte, que da título al libro, es la más explícitamente viajera y recupera el espíritu de comunión cósmica que regía la primera, haciendo hincapié en lo inefable y lo incognoscible de esa experiencia de lo trascendente que no obstante intuimos con toda su fuerza: “Imposible de descifrar, / tiende tu mirada puentes de misterio y sueño / entre la nada y el todo” (34). Los referentes han pasado de ser animales a ser matéricos: la arena del desierto, las rocas de la hoz de Cuenca, el agua del Generalife o de Venecia. El descenso a la materia, la forma radical y pétrea del existir, se ve velada por una niebla atmosférica o espiritual, como la del ensueño que apunta hacia el lugar del verso. El espacio entrevisto del poema (por entre el agua, los reflejos o en la abstracción del atardecer) es fruto del juego de la palabra poética que a la vez vela y desvela, o vela para desvelar. A la roca viva del ser, la arquitectura fundante del existir solo se accede a través de la bruma verbal, que da más claridad a lo que adiviamos.
    Por eso cuando el libro se cierra con la expresión “nadie sabe” que había servido de inicio en el título hemos cerrado un ciclo, en que lo negativo juega a afirmarse, pues el poema reitera tres veces “nadie sabe” como un sortilegio, como si el poeta eligiera la exacta fórmula que conjura la nostálgica presencia de quien sí sabe o debe saber y está detrás de las palabras y la realidad en su presencia absoluta, de ese imposible yo que, como Ulises, puede decir “nadie” y así salvarse.

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