José Ángel García, Nadie sabe qué Roma te atrapará. Madrid: Vitruvio, 2017. 46 págs.
Hay ciudades
eminentemente poéticas como Venecia, París, Lisboa o Praga (Nueva York, en otro
registro); ciudades que al pasar al verso se despliegan en símbolo, y que
incluso generan su propio –ismo, como el “venecianismo”, efímera
hiperbolización del culturalismo de los años 70. En todos estos casos, la
literaturización de lo urbano es hallazgo reciente de la poética, pero Roma es
la excepción: la Roma literaria viene de antiguo, no es invención de viajeros
románticos, decadentes centroeuropeos o novísimos poetas.
La prosapia poética
de Roma es ancestral, eterna casi, como su propio lema indica. Y ha sido siempre, además, una ciudad
plural, extremo que José Ángel García capta perfectamente en su título, donde
resuena la pregunta inaugural de du Bellay sobre las Romas que el caminante
busca sin encontrarlas, y que tradujo y adaptó nuestro genial Quevedo: “Buscas
en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. Y el “atrapar”
que ahí aparece puede tener un sentido positivo (erótico) como en las elegías
de Goethe, encandilado por la muchachita romana que lo hizo neoclásico, o ser
el riesgo ambivalente de la albertiana Roma,
peligro para caminantes.
Pero
la Roma de José Ángel García da para mucho más, pues el título que acabo de
glosar, aún siendo tan preciso, es enormemente engañoso al mismo tiempo, pues
el poemario no trata exactamente de Roma. Haciendo bueno el viejo adagio de que
todos los caminos conducen a Roma, en el libro todos los itinerarios conducen finalmente
al poema que lo cierra, y que es de los pocos que tienen a la Ciudad Eterna
como escenario. Utilizo el término “itinerarios” como nombre común, pero
también como el nombre propio del libro de José Ángel García de 2008 con el que
este hace pareja. Ambos versan sobre el viaje poético o la poética del viaje, o
del viaje como pretexto para la poesía, o de la vida como pretexto para el
viaje y la poesía, que de todo hay en ambos poemarios.
Aquí encontramos parajes
lejanos como Cachemira, pero también la contemplación de lo que tenemos a mano
como la hoz de Cuenca. Porque la distancia no viene marcada por el espacio sino
por la memoria, de manera que el libro es un viaje en el tiempo más que en el
espacio, un deambular de la memoria que se torna trascendente en el sentido de
que busca dar sentido a las vivencias concretas desde la distancia que dispone
la palabra. Creo que, en realidad, esta dinámica recorre por entero la obra de
José Ángel García, y que aquí se hace notar más.
La
idea de trascendencia, la intuición de que hay algo que supera al sujeto y le
otorga sentido desde fuera la tenemos ya en el título, al que vuelvo. Hay dos
alternativas lógicas para él: “Nadie sabe qué Roma le atrapará”, o “No sabes
qué Roma te atrapará”, pero el hecho de mezclar ambas posibilidades en una sola
solución sintáctica híbrida supone una percepción exterior al sujeto, como si
alguien lo estuviera viendo o sabiendo desde fuera.
Esta
sensación está presente en cada uno de los poemas del libro. Las impresiones
que se recogen, aunque en ocasiones muy detalladas, remiten siempre a un más
allá del sentido. Por ejemplo, en el poema inicial la visión de unos patos en
el río otoñal señala la ausencia de la amada, o la epifanía recibida en “Lago
Dal” (17-18), poemas que podríamos considerar como haikus extendidos, por su
poder de sugerencia.
También
la vivencia histórica se encuentra trascendida en “Cine de barrio” (15) y solo
cobra su entera dimensión desde el ahora de la evocación. En definitva, se
trata de fijar un tiempo que fluye: “Fue allá, en Cachemira, / en aquellos
tiernos años / en los que el tiempo / buscaba hacerse nido / persiguiendo en /
lo fugaz / lo eterno” (16). La metáfora que guía toda esta primera parte y que
le da título: “pez en fuga”, se despliega en los versos en figuras de animales
que huyen, vuelan o resbalan. La animalización de la vivencia nos habla no solo
de la nostalgia de un mundo personal perdido sino también de una añoranza mucho
más radical por lo adánico y primigenio.
Sobre la segunda
parte (“Estación en curva”) planea otra metáfora de signo contrario, la del
viaje urbano, que arranca con un poema-aviso, una advertencia que contrasta con
la inocencia de la parte anterior. Parafraseando a Blake, hemos pasado de los
cantos de inocencia a los cantos de experiencia. En esta parte, lo elegiaco se
tinta de dolor y desencuentro (“Sotto la pioggia”), porque al ansia de comunión
la ha sustituido la conciencia de la distancia y de la imposibilidad de un
rescate, aunque sea solo simbólico, como indica el resignado “Es un hecho”, o
la afirmación del desencanto con que se cierra esta sección: “Nunca dejes de creer,
pero / tampoco, / creas nunca / demasiado” (30).
La
última parte, que da título al libro, es la más explícitamente viajera y recupera
el espíritu de comunión cósmica que regía la primera, haciendo hincapié en lo
inefable y lo incognoscible de esa experiencia de lo trascendente que no
obstante intuimos con toda su fuerza: “Imposible de descifrar, / tiende tu
mirada puentes de misterio y sueño / entre la nada y el todo” (34). Los
referentes han pasado de ser animales a ser matéricos: la arena del desierto,
las rocas de la hoz de Cuenca, el agua del Generalife o de Venecia. El descenso
a la materia, la forma radical y pétrea del existir, se ve velada por una
niebla atmosférica o espiritual, como la del ensueño que apunta hacia el lugar
del verso. El espacio entrevisto del poema (por entre el agua, los reflejos o
en la abstracción del atardecer) es fruto del juego de la palabra poética que a
la vez vela y desvela, o vela para desvelar. A la roca viva del ser, la
arquitectura fundante del existir solo se accede a través de la bruma verbal,
que da más claridad a lo que adiviamos.
Por
eso cuando el libro se cierra con la expresión “nadie sabe” que había servido
de inicio en el título hemos cerrado un ciclo, en que lo negativo juega a
afirmarse, pues el poema reitera tres veces “nadie sabe” como un sortilegio,
como si el poeta eligiera la exacta fórmula que conjura la nostálgica presencia
de quien sí sabe o debe saber y está detrás de las palabras y la realidad en su
presencia absoluta, de ese imposible yo que, como Ulises, puede decir “nadie” y
así salvarse.
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