lunes, 31 de enero de 2022

Tras la mínima muerte de Ángel Guinda


      No son pocos los poetas que han fantaseado con el tema de su propia muerte. Juan Ramón en “El viaje definitivo” (y no solo ahí), Gil de Biedma con su “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”, los seguidores del tópico de dudoso gusto: “Quand vous serez bien vieille”.

     Se trata siempre de poemas con truco, pues los autores, al situar su escritura en el más allá del mundo que ya no los contiene, encuentran así una especie de supervivencia o inmortalidad facticia que los alivia del pensamiento de un absurdo universo en el que ellos simplemente hayan dejado de existir. ¡Qué impertinentes estos pájaros, que se atreven a cantar tras mi desaparición!, exclamaría, de ser completamente honesto, el de Moguer.

     Se trata siempre de actos de soberbia. Por eso quiero traer hoy dos poemas de Ángel Guinda que, frente a estas pataletas líricas, ponen la muerte, y con ella el valor de la poesía, a la altura de los hombres que todos somos: pequeños, indefensos, innecesarios.

     He aquí el primer texto, titulado “Morir”:

Morir es no volver a estar
a la misma hora
en los mismos lugares,
con las mismas personas.
No aparecer, cada mañana,
como esa gran luz nueva
disuelta entre las cosas;
dejar interrumpidos los trabajos,
los viajes en punto muerto.
Ajenos a los mares y a los astros.
Morir es estar quietos, sordos,
ciegos, mudos, desaparecidos,
desconectados de todos y de todo,
de nosotros también;
no regresar a casa nunca más.
No emitir ya señales, recibirlas tampoco.
Morir es no volver.

    Como en la teología negativa, el intento de definir o categorizar la muerte solo alcanza a acercarnos a lo que no es. O mejor dicho, morir es que ya no somos. Y ¿qué es ser, entonces? Nada especial, nada grandilocuente, nos dice Ángel Guinda, sino todas aquellas pequeñas rutinas con las que no vamos a seguir, esas diarias ilusiones truncadas, la comunicación perdida, reducidos por entonces a máquinas orgánicas descompuestas que ni emiten ni reciben señales. Y la maestría de los versos extremos, que se hacen eco inacabado y definitivo uno del otro: “Morir es no volver”, ya no “a estar” o a cualquier otro infinitivo que nos dure, “no volver”, simple y duramente.

     El segundo poema me interesa más, porque enlaza el tema de la muerte con el de la escritura poética. Se titula “Póstumo”:

Me he bebido la vida.
La resaca
ha dejado en mis labios
un torbellino de desdén,
y en la mirada
toda la ausencia de la lejanía.
Convivo con la muerte.
Cualquier noche,
en lugar de unas manchas sobre un folio
y un ruido de palabras martilleantes
dando tumbos contra la dentadura,
te dejaré la luz de mi silencio,
limpio como el mantel desplegado del sol.

     En el rotundo inicio escuchamos otro de sus poemas: “Me he fumado la vida”, y es que la vida es para Ángel Guinda ese vicio de vivir, esa consumición y consumación constante de experiencias, ese extremado simposio, platónico en parte, pantagruélico en todo. Pero en la ligera alegoría que desarrolla el poema, al exceso vital sigue una resaca que nos excede en el sentido opuesto: desapego, distancia, para desembocar en una aceptación de cuño quevedesco: “Convivo con la muerte”, que lejos de todo patetismo convierte a la incómoda realidad en compañera de vida. También la poesía se ve, desde el horizonte de este límite último, como una tarea de poca importancia: “unas manchas sobre un folio”, “un ruido de palabras martilleantes”, pero con qué magia y poder nos despierta la onomatopeya: “dando tumbos contra la dentadura” y nos invita a morder, a masticar la vida y el poema hasta dejarlos destilados en ese silencio más elocuente, que, retomando la alegoría (alegría) convival, extiende la luz solar como un mantel para el banquete definitivo y compartido.

     Y es que, como nos recuerda Ángel Guinda en otro poema (“Estertores”): “Retumba, en la sangre de cada amapola, aquel sol”, el sol desmenuzado, arrodillado, humilde que somos, y que se salva resonando en cada partícula donde explota el color, campanadas diminutas de otras vidas.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Dos poemas de Antonio Martínez Sarrión

 

la chica que conocí en una boda

fue la prima que entonces se casó
luego hubo baile                    
piano y batería mucho vino              
yo diría que gentes más bien pobres             
con los trajes de muerto de las fiestas                      
nevaba muchos viejos           
que echaban la colilla en un barreño            
y sacudían la mota                
mucha música            
la pizpireta que se está                      
bajando las bragas                 
se pone de puntillas               
mira a la galería                     
con aquellos ojazos virgen santa                  
y aquel reír el vino                
estuvo luego haciendo de las suyas              
hasta que ya no pude contenerme                 
y se lo dije                 
no a ella                     
a mis amigos              
y estuve enamorado como un mes                
 
 
Saldo
 
Duró poco, como era de prever.
Aún menos, como diría el clásico,
que la verdura de las eras. Quedan,
en la herida memoria
-esa puta borrosa conforme caen los años-
la noche en aquel faro
viendo entrar las falúas en el puerto,
algún afortunado calembour,
la fría y lluviosa vez
en que con gran ternura la cobijé en mi abrigo,
el circo de la nieve en el Paular
mantenido a distancia por la flor del almendro
que purísima ardía aquel marzo precoz.
Pienso que poco más. Si preferís
otro balance bien podría ser este:
la estrella de la tarde hecha pedazos
y el vendaval de vidrios en mi cara,
dos docenas de orgasmos no siempre compartidos
y una plausible tregua para el hígado.


La poesía, a diferencia de otros tipos textuales, como la narrativa, presenta una estructura lagunar, con menos marcas de cohesión superficial, lo que obliga al lector a implicarse en mayor grado en la creación de sentido, y a generar marcos interpretativos o modelos de mundo que subvierten o al menos ponen en cuestión los modelos prototípicos.

Es lo que ocurre en estos dos poemas de Martínez Sarrión, el primero de los cuales, además, carece de puntuación, obligando al lector a que intervenga más activamente en la construcción de la estructura textual. «La chica que conocí en una boda» activa desde su inicio un marco claro: una escena prototípica de enamoramiento en un entorno festivo, aunque el título no indique explícitamente que se trate de un poema de amor.

El poema comienza activando algunos de los elementos del marco de la boda, como la «novia» (esa «prima» tematizada con una sintaxis extremadamente coloquial que genera cierta ambigüedad), el baile, la bebida abundante, pero enseguida aparece un condicional («yo diría»), que cambia el régimen de la narración al comentario y la valoración, y que introduce un elemento discordante con el esquema prototípico al fijarse en la pobreza de la gente. Se produce, entonces, un doble nivel, el de la exposición y el del comentario, con la consiguiente división del yo entre quien vivió aquello entonces, y quien desde el presente lo comenta, lo que explica la atención a aspectos negativos como los trajes de muerto, la nevada o el escupir. En ese contexto hay que entender el desenlace grotesco, con «la pizpireta», identificada como un elemento posible en el marco de la boda y las consecuencias de sus alocadas acciones en el ánimo del emisor, que después de despertar diversas expectativas las va truncando: la cobardía de no declararse directamente a la interesada, y el impreciso «como un mes», que rebaja la aventura a un mezquino e impreciso marco temporal.

Algo parecido ocurre con el poema «Saldo», cuyo título esta vez no nos permite crear un marco definido de interpretación. Tampoco el inicio del poema da información para situar el tema, pues se abre con una oración elíptica y una caracterización inestable del locutor, que se nos presenta en principio como pedante (por la cita literaria) para salir inmediatamente con una metáfora provocadora (la memoria como puta borrosa).

A partir de entonces los datos textuales nos obligan a activar el marco, de nuevo, de la relación romántica prototípica: la noche en el faro, los juegos de ingenio, los viajes compartidos. La reformulación de la experiencia, sin embargo, hace entrar en este marco el espacio conceptual de lo comercial o contable, a que aludía el título, rebajando la relación amorosa a mero balance entre pérdidas y ganancias, que ocupan, dos a dos, los versos finales y que establecen un marcado contraste entre la brillantez imaginativa de la parte negativa y lo ramplón y vulgar del aspecto positivo, lo que redunda, en definitiva, en la caracterización del personaje elocutivo como imagen del perdedor, que se complace en su propio fracaso, cosa que también ocurría en el poema anterior.

viernes, 21 de mayo de 2021

La donación del poema



                            (Tarde de verano en Elca)

               Yo no era el mejor
               para mirar la tarde,
               pero me fue ofrecida;
     y en mis ojos
     se despertó el amor
     sin gran merecimiento.
     Y no fue necesaria una conciencia lúcida
     ni una más clara inteligencia:
     tú, que me lees
     con un mayor espíritu.
     Pero tampoco nadie
     pudo estimar tanto
     algún pequeño corazón
     con un corazón tan pequeño.
     Tú me comprendes con dificultad,
     pero sabes también
     que es suficiente mi dolor,
     y por eso me lees.

                  De Palabras a la oscuridad (1966)


    Soy consciente de que no es el mejor poema de Francisco Brines, ni el más célebre, pero reflexiona sobre la naturaleza de la comunicación poética como ningún otro, y quizá alcanza a tocar su secreto, como secreta quedará para nosotros para siempre la experiencia que subyace en él. Y es que ambos constituyen el mismo secreto, el mismo misterio.

    Este texto es un desafío al lector, una provocación mucho más elegante y pudorosa que el exabrupto baudeleriano ("hypocrite lecteur") y por ello más eficaz; y sin rectificaciones ni condescendencias ("mon semblable"), pero sí con la hermandad que da el dolor ("mon frère"). De hecho, el poeta comienza mostrando abiertamente sus cartas con una indicación referencial ("Tarde de verano en Elca") que insiste, ante el lector, en la veracidad de lo que se va a contar, pues a efectos meramente poéticos (en términos de coherencia textual) da igual que lo narrado sucediera en Elca o cualquier otro lugar, y lo mismo ocurre con la estación del año. Este excedente de información es una suerte de entrada musical que promete un striptease emocional, y un guiño a la adscripción a una estética del arte como confesión y desnudamiento, que, vamos a ver, enseguida subvierte; pero es que también eso forma parte del striptease (y del poema): el mostrar / el velar.

   El caso es que la anécdota precisa que prometía el encabezamiento se nos escamotea sistemáticamente, y damos con un "yo" que parece vivencial, contaminado por el índice de realidad de la ubicación espacio-temporal, pero que solo enuncia su disminución, su pequeñez, su pudorosa insignificancia ("no era el mejor", "sin gran merecimiento"); lo que nos habla a la vez de la gratuidad de una donación, la del amor. Esta entrega incondicional es tan poderosa que borra, en su aparición casi sacra, no solo al yo (y sus circunstancias) sino también al tú ("que me lees"), los hace prescindibles, los anonada; pero ese "yo", que se acaba de mostrar tan humilde, encuentra precisamente en esa visitación inmerecida del amor la razón de su superioridad sobre el lector: para vivir su experiencia única no le hizo falta la "conciencia lúcida" o la "clara inteligencia" de quien ahora lee meditativamente el poema, de nosotros en definitiva. Sobramos en aquella vivencia, pero, como al poeta, se nos ofrece sin merecerlo el don del poema, la comunicación del milagro. La donación que se nos hace con la poesía es reflejo de la donación que recibe el poeta (llámese amor), y que en verdad no tiene contenido, no le hace falta, es la simple forma de existir, la pura vivencia.

    En eso consiste la comunicación poética, nos dice Brines aquí, en hermanarse en el asombro de lo recibido (el amor, el poema), donde acecha también, como su reverso suficiente, la posibilidad de la herida, porque toda donación supone su pérdida. Leemos porque nos reconocemos en el dolor de la ausencia de aquel amor que hizo de un instante inesperado la plenitud de la vida, y que ahora tratamos de explicarnos con dificultad, en la confusión y el vacío de los que nacen la escritura y la lectura, los dos únicos modos de seguir habitando lo inmerecido.

viernes, 20 de marzo de 2020

A modo de esperanza

Resulta difícil encontrar un poeta que haya arrancado su trayectoria con un poema tan acabado como "Serán ceniza...", y casi imposible ya superarse a lo largo de su producción. Ese prodigio lo realizó José Ángel Valente. Hoy quiero traer aquí ese poema porque aunque en cualquier ocasión nos contagia de su resistencia a la derrota, en estos días de reclusión y zozobra es especialmente pertinente su determinación de proclamarse en la esperanza. En el fondo lo hace toda poesía, por muy sombría que nos pueda parecer. El hecho mismo de escribirla y leerla es una forma de resistencia contra las adversidades de la existencia y contra los discursos del poder, tan pobres y tan empobrecedores.

                                  "Serán ceniza…"

                     Cruzo un desierto y su secreta
                     desolación sin nombre.
                     El corazón
                     tiene la sequedad de la piedra
                     y los estallidos nocturnos
                     de su materia o de su nada.

                     Hay una luz remota, sin embargo,
                     y sé que no estoy solo;
                     aunque después de tanto y tanto no haya
                     ni un solo pensamiento
                     capaz contra la muerte,
                     no estoy solo.

                     Toco esta mano al fin que comparte mi vida
                     y en ella me confirmo
                     y tiento cuanto amo,
                     lo levanto hacia el cielo
                     y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.

                    Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
                    cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.


    El poema sorprende por su tono directo, sereno y la aparente ausencia de recursos y artificios literarios, como si el intertexto de Quevedo que le sirve de inspiración hubiera que leerlo en estos tiempos modernos (o post) descargándolo de su énfasis, su cierta grandilocuencia y su absoluta seguridad, pero manteniendo el espíritu de quien sigue apostando todo a la esperanza.

    Los verbos en presente y la situación incompatible con la escritura (cruzo) nos sumergen de manera inmediata en el modo alegórico, en ese desierto que está hecho de la aliteración susurrante y nocturna del sonido "s" (desierto, secreta, desolación), que se prolonga astillándose en la sequedad y el estallido del corazón, y nos propone así una melodía cortante como la verdad de un final que pasando por la materia acaba en la nada.

    La segunda estrofa demora el signo de esperanza alejando la luz y dejando para el final (y con qué fuerza) la adversativa. La conciencia de que uno no está solo tiene que pelearse todavía con la concesiva y su enorme carga negativa puesta de manifiesto por el encabalgamiento: "después de tanto y tanto no  haya", para desembocar en la certeza absoluta del último verso: "No estoy solo".

    La victoria contra la desolación se cifra en la mano que, gracias al deíctico de proximidad (esta), se pone al alcance de todos. Una nueva aliteración viene a corroborar el movimiento de ascensión, la fuerza del elevarse (tiento, cuanto, levanto), y hace que la concesiva esta vez pierda toda su carga de terror. La capacidad del ser humano de aceptar y celebrar su destino por medio de la palabra elevada del poema lo pone por encima de su propia destrucción.
   
    En este punto hay que enfrentar el texto a su fuente quevediana. La verdadera dignidad no consiste ya en buscar el subterfugio de la adversativa como forma de escapatoria: "Serán ceniza mas tendrán sentido", sino en asumir que la ceniza no admite paliativos, y sin embargo la concesiva (aunque sea ceniza) se abre ahora agrietando el discurso de la desolación para acabar proclamando la esperanza, que como "esta mano" se nos ha tendido. La ceniza puede no tener sentido pero queda al menos la valentía de proclamar su sinsentido, de mirarla cara a cara sin espanto y de hacerle doblar las rodillas del signo lingüístico para darle el nombre de esperanza. Quizá el juanramoniano nombre exacto de las cosas haya que traducirlo como la necesidad de dar nombre a nuestra perplejidad, que no es precisamente labor de la inteligencia (aunque también) sino de una oscura intuición de que existir es comunicarnos con lo que nos mantiene en la existencia, aunque sean ficciones, aunque sean poemas.

sábado, 7 de marzo de 2020

Un pequeño poema de Borges


El maestro Borges escribió memorables poemas que, al menos a mí, me han revelado aspectos de la realidad que sin ellos probablemente nunca hubiera conocido. No hay gratitud bastante con que reconocérselo. Hoy quiero detenerme, a modo de pequeño tributo, no en esos poemas inmensos, sino en un breve y escondido poema de su primera etapa, no menos revelador, sin embargo.

                                El Sur

           Desde uno de tus patios haber mirado
           las antiguas estrellas,
           desde el banco de sombra haber mirado
           esas luces dispersas
           que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
           ni a ordenar en constelaciones,
           haber sentido el círculo del agua
           en el secreto aljibe,
           el olor del jazmín y la madreselva,
           el silencio del pájaro dormido,
           el arco del zaguán, la humedad
           —esas cosas, acaso, son el poema.


Lo primero que llama la atención de texto es que los doce versos de que consta forman una sola oración, estructurada en forma atributiva de manera global. Su sujeto es una sucesión paralelística de infinitivos compuestos: «haber mirado» (2 veces) y «haber sentido», forma que desde luego no es prototípica para la función de sujeto y que pone de relieve el carácter pretérito y acabado aspectualmente de la acción, sin indicar el sujeto, consiguiendo así un alto grado de abstracción, que viene contrapesado con expresiones referenciales concretizadoras como «uno de tus patios», «el banco de sombra», que además sitúan en un ambiente de cotidianidad la escena.

Sorpresivamente aparece el enunciador (y sujeto de las acciones) en el verso 5 de manera indirecta: «mi ignorancia». A partir de entonces el poema sigue ganando en abstracción, pues pasamos de «mirar» al más genérico «sentir» (con la implicación de que la caída de la noche impide el sentido de la vista), pero mientras que «el olor del jazmín y la madreselva» se pueden, en efecto, «sentir», no ocurre lo mismo con «el círculo del agua» o, sobre todo, con «el silencio del pájaro dormido», que implica la ausencia de toda sensación. De esta manera, sentir extiende su sentido a adivinar, con la creación de un nuevo concepto que mezcla ambos, lo cual es pertinente, a primera vista, para establecer la conexión final entre «esas cosas» y «el poema», de manera que una lectura posible del texto es que el «poema» se mueve en el entorno de ese «adivinar sensorial», al igual que juega en el terreno intermedio entre lo abstracto y lo concreto, según ha mostrado el desarrollo del texto.

No obstante, las indeterminaciones llegan más lejos, pues aparte de la actitud dubitativa del hablante («acaso»), se detectan dos ambigüedades más: «esas cosas», ¿se refiere a las acciones o a los objetos, o al conjunto de ambos?; y el verbo «ser» ¿hay que entenderlo como estrictamente copulativo o como expresión de causalidad: «esas cosas generan el poema»? Parece claro que lo que quiere comunicar el texto es que la poesía tiene su esencia más propia en las indeterminaciones, en la imprecisión y en cierta vaguedad en los límites de lo acostumbrado, y lo transmite precisamente con construcciones que tienen esa cualidad. El paralelismo y la yuxtaposición como estrategias constructivas para desarrollar una sola amplia oración propician esos efectos de parsimonia, concentración y amalgamiento de sentidos y significados.

La poesía es, pues, ese tanteo entre lo múltiple que deviene (acaso) unidad, y la noche en que se esconde quien enuncia es la invitación para el que lee a borrar contornos, confundir conceptos y soñar imposibles simultaneidades. Tantas solapadas vidas caben en un patio tan pequeño.

domingo, 2 de julio de 2017

El nadador, de Miguel Ángel Curiel

Miguel Ángel Curiel, El nadador. Badajoz, Editora Regional de Extremadura, 2016. 74 págs.

    El título de la última entrega de Miguel Ángel Curiel puede llevar a engaño al lector, que pensará que el poeta ha vuelto al ciclo del agua, que dejó cerrado con  El agua: poesía 2002-2012 (Tigres de papel, 2014), después de explorar la materialidad sólida y fragmentada de Astillas (Calambur, 2015). Sin embargo, El nadador, no es un libro acuático, ni siquiera es líquido, se trata de una escritura solar, traspasada en todo momento por la luz hiriente y definitiva de la revelación; un astro que no es el sol negro de la melancolía del que hablaba Nerval, aunque se haga algún guiño un tanto irreverente al autor francés: “Chiarezza negra, el sol es tonto” (p. 17).
   En cualquier caso, este sol preside, como gran parte de la escritura de Curiel, una práctica alquímica, pues por doquier encontramos la transformación de todo tipo de materia en luz, como la hierba que muere y se seca para ser encendida e iluminar (p. 12); e inevitablemente ello nos lleva a una lectura metapoética y autorreflexiva, pues la creación poética, se nos viene a decir, consiste precisamente en eso: en transmutar un material inerte y común, como es el del lenguaje y el de las vivencias cotidianas, en la luz reveladora del sentido o su reverso la paradoja.
     Esto último queda claro cuando entendemos que, aunque la función del poema, como la del sol es quemar y dar luz (p. 13), no estamos, sin embargo, bajo el régimen de la lógica y la razón sino bajo el de una imaginación configurante y radical que actúa, de manera oscura, en un momento anterior a la expresión; la poesía está atrapada precisamente en la aporía de que el momento de la revelación es un simple ver de manera inmediata (p. 17), una visión pura que, cuando alcanza la expresión, ya ha perdido gran parte de su poder y su capacidad de arrojar luz sobre la experiencia. Es, en definitiva, el gran tema de la poesía de la modernidad, que Miguel Ángel Curiel ha sabido sintetizar sabiamente en esta suerte de aforismo: “un poema que no sale es una bendición” (p. 43).    
     La mejor expresión de lo que digo la podemos encontrar en el poema que aparece en la página 60, para mí el mejor del libro y uno de los mejores de toda la trayectoria de Curiel. De hecho, podría servir de poética para su obra en conjunto, y desde luego, nos da la clave interpretativa del presente libro. Los versos se desenvuelven en torno al concepto de la “nada” y de la percepción de la realidad al alcance del poema. En la experiencia cotidiana la realidad es invisible, se esconde en la abrumadora multiplicidad de sus manifestaciones (“en la multitud / O en el río lleno de nadadores”), y solo se hace visible en “la nada del poema”, en el vaciamiento de experiencia que supone la escritura poética, en un proceso en cierto modo doloroso y siempre frustrante, pues lo que debía ser un “pararrayos / Que afilará la luz” se quedan solo en “espinas clavadas al papel”. La imagen de elevación “Casi puedo volar con la voz, / y ese casi es todo” (p. 26) revela, a su vez, ayudada por la paronomasia, esa aspiración siempre fallida, por cuya apertura de un espacio de fracaso (el casi) se alcanza paradójicamente la plenitud del sentido.

sábado, 13 de mayo de 2017

Nadie sabe qué Roma te atrapará, de José Ángel García


José Ángel García, Nadie sabe qué Roma te atrapará. Madrid: Vitruvio, 2017. 46 págs.

    Hay ciudades eminentemente poéticas como Venecia, París, Lisboa o Praga (Nueva York, en otro registro); ciudades que al pasar al verso se despliegan en símbolo, y que incluso generan su propio –ismo, como el “venecianismo”, efímera hiperbolización del culturalismo de los años 70. En todos estos casos, la literaturización de lo urbano es hallazgo reciente de la poética, pero Roma es la excepción: la Roma literaria viene de antiguo, no es invención de viajeros románticos, decadentes centroeuropeos o novísimos poetas.
    La prosapia poética de Roma es ancestral, eterna casi, como su propio lema indica. Y ha sido siempre, además, una ciudad plural, extremo que José Ángel García capta perfectamente en su título, donde resuena la pregunta inaugural de du Bellay sobre las Romas que el caminante busca sin encontrarlas, y que tradujo y adaptó nuestro genial Quevedo: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. Y el “atrapar” que ahí aparece puede tener un sentido positivo (erótico) como en las elegías de Goethe, encandilado por la muchachita romana que lo hizo neoclásico, o ser el riesgo ambivalente de la albertiana Roma, peligro para caminantes.
    Pero la Roma de José Ángel García da para mucho más, pues el título que acabo de glosar, aún siendo tan preciso, es enormemente engañoso al mismo tiempo, pues el poemario no trata exactamente de Roma. Haciendo bueno el viejo adagio de que todos los caminos conducen a Roma, en el libro todos los itinerarios conducen finalmente al poema que lo cierra, y que es de los pocos que tienen a la Ciudad Eterna como escenario. Utilizo el término “itinerarios” como nombre común, pero también como el nombre propio del libro de José Ángel García de 2008 con el que este hace pareja. Ambos versan sobre el viaje poético o la poética del viaje, o del viaje como pretexto para la poesía, o de la vida como pretexto para el viaje y la poesía, que de todo hay en ambos poemarios.

sábado, 23 de abril de 2016

Cervantes, poeta


   Aunque no soy muy de efemérides, me sumaré por hoy al coro de la exaltación del todavía en nuestros días maltratado Miguel de Cervantes. Muy en la línea de su propia creación, al pobre autor los homenajes se le vuelven palos. Testigo de ello son la mamarrachada del otro día en el Congreso, los innúmeros cervantistas adventicios que les están saliendo a las no menos innúmeras y facticias "jornadas" de cualquier rincón de esta España administrada o el sonrojante montaje teatral, patrocinado por la Junta de Castilla-La Mancha, de la adaptación dramática (pero con poco drama) de la novela de un escritor ¡que tiene obras de teatro durmiendo el sueño de los justos! El engendro se llama "Escrito en las estrellas"; ya el título mismo hubiera provocado arcadas a don Miguel.

   Pero a lo que vamos. Quería aprovechar el día para reflexionar sobre el género, de todos los que practicó, al que se le ha dedicado menos atención: la poesía, que viene a ser como el don Quijote de los géneros literarios: todo el mundo reconoce su grandeza, pero nadie la lee. Como al hidalgo manchego, a la poesía se la ha hinchado de idealismo de tal forma que solo le cabe el fracaso cuando quiere andar por esos mundos de tierra, lodo y alquitrán, por los que todos transitamos mirando con cuidado al suelo, no nos vayamos a caer o nos pongan una zancadilla.

   Al gran novelista le hubiera gustado ser un gran poeta:

                         Yo, que siempre trabajo y me desvelo
                         por parecer que tengo de poeta
                         la gracia que no quiso darme el cielo...

   Con estas resignadas palabras, mirándose al espejo de su propia crítica, reconocía en El viaje del Parnaso la grandeza de su ambición y la insatisfacción de sus resultados. No obstante, hay que reconocer que Cervantes combatía, como su hidalgo, en este campo con dos gigantes muy reales: la enormidad de su narrativa y lo ciclópeo de sus contemporáneos poetas (sobre todo Lope y Góngora). En comparación con ambos su producción lírica no puede más que resultarnos modesta y, lo que es más, nos ciega para juzgar con ecuanimidad esta parcela de su producción.

   Donde Cervantes da lo mejor en poesía es cuando se parece más a su prosa. Sé que suena a elogio envenenado, pero me refiero no tanto al estilo como a las técnicas. No quiero decir que Cervantes sea un poeta "prosaico" como se ha querido entender tantas veces, sino que su poesía es mejor cuanto más se acerca al juego de perspectivas, sabia ironía y espíritu juguetón que caracteriza al Quijote. Baste el ejemplo del soneto más antologado y el que él tenía "por honra principal de mis escritos": "Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla", que todo el mundo conoce mejor por su verso inicial: "Voto a Dios que me espanta esta grandeza".

   El poema es un prodigio de fina ironía y de malabarismo con los puntos de vista. Cuando los poetas de su tiempo, voceros del poder, se desgañitaban por cantar las alabanzas del difunto en su propia voz Cervantes nos sale con el diálogo entre un soldado y un bravucón cuya ridiculez pone en solfa el destino de tanta grandeza. Lo excepcional del poema es que el autor roza la herejía y la irreverencia y a la vez se salva al ceder la voz a otros (como hará una y otra vez en sus novelas). El que al difunto (nada menos que el gran Rey Católico) se le achaque el querer dejar la Gloria por disfrutar del oro de su monumento funerario y que el fanfarrón desafíe al mundo entero, de manera imperiosa e imperial, para acabar en la nada de la inacción y en la aniquilación eterna de la muerte, solo es perdonable si procede de la propia estupidez de los enunciadores; estupidez aprovechada por el autor para ocultarse en la verdad.

   Este soneto es, además, uno de los primeros (si no el primero) en España que usa el estrambote, que se convertirá en marca de la poesía burlesca. Y es que Cervantes fue un ingenioso y fecundo inventor en el terreno lírico. A él se deben al parecer los versos de cabo roto, que presenta en los preliminares de la primera parte del Quijote, y los deliciosos ovillejos del Quijote y La ilustre fregona. Y no me resisto a reproducir uno de los mayores aciertos cervantinos en verso, sacado de El viaje del Parnaso, divertido y socarrón repaso poético de la vidilla versificante de entonces... y de ahora:

                                      Era cosa de ver maravillosa
                                      de los poetas la apretada enjambre,
                                      en recitar sus versos muy melosa:
                                      este muerto de sed, aquel de hambre.
                                      Yo dije, viendo tantos, con voz alta
                                      "¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!"

   Os dejo el enlace de una publicación mía sobre la poesía inserta en el Quijote, por si os interesa. Pero sobre todo, leed a Cervantes para salvarlo del apócrifo homenajeado-vapuleado de políticos e instituciones.

martes, 22 de marzo de 2016

Variantes canallas del "Carpe diem"

   Hay una variante del tema del Carpe diem, egoísta y decididamente machista, que consagró Pierre Ronsard en su célebre soneto "Quand vous serez bien vieille". La altura lírica del texto no puede ocultar el resentimiento que rezuma desde el fondo y que aflora inclemente al final del primer terceto: "Vous serez au foyer une vieille accroupie". La invitación a la amada a asomarse a un futuro desolado por la muerte del poeta y la penosa vejez de la protagonista tiene todo de chantaje escatológico: la proyección simbólica de la poesía sirve al poeta-fantasma para adelantar su tétrica visita y disfrutar con la venganza de ver la decrepitud de aquella que adoró y le rechazó. La cosa es bastante canalla, no solo en el plano personal, sino también en el puramente literario, pues Ronsard manipula sus fuentes para hacer de un tema gozoso un monumento al resentimiento.

   En primer lugar, está la lectura interesada de la oda I,11 de Horacio, que, fuera de toda relación con el amor o la hermosura, es una invitación epicúrea a ser feliz prescindiendo del horizonte de finitud que asedia toda vida. En la distorsión del tópico no está solo el autor francés, pues desde que el tema del Carpe diem se cruzó con el de "Collige, virgo, rosas" de Ausonio, todos los poetas restringieron su alcance al campo amoroso, pero con una diferencia. Mientras que los autores más generosos (véase Garcilaso: "En tanto que de rosa y azucena") invitaban a la amada a gozar de su juventud y belleza, sin que ellos fueran necesariamente los beneficiarios, aunque quedaba implícito en la invitación; Ronsard explicita tal sobrentendido cargando las tintas sobre la estéril e irrevocable vejez que espera a la desdeñosa.

   La idea de la visita fantasmal, que desluce en Ronsard el tema del amor más allá de la muerte, puede proceder del cierre de la canción 3 de Petrarca en que el poeta promete presentarse ante la amada en cuerpo mortal o espíritu puro: "o spirto ignudo od uom di carne et d'ossa", que nada tiene de tétrico y mucho menos, por supuesto, de resentido. La mala leche del soneto francés es contagio quizá de otra oda de Horacio, la I,25, donde el enunciador pinta a la amada un futuro en que a la pérdida de la belleza seguirá el abandono de los jóvenes rondadores y la soledad, presidida por un deseo insatisfecho (¡como el de las yeguas en celo!), que le ulcerará el hígado ("iecur ulcerosum") y le hará llorar, pobre vieja, en un callejón abandonado ("anus... in solo levis angiportu").

   No menos bilis rezuma el brillante poema de Yeats, "When you are old", que, bajo su apariencia de nostálgica exaltación, es fiel a su fuente en cuanto al sentimiento de fondo. El poeta aggiorna el escenario: la mujer ya no es la esclava del hogar que se dedica a tejer dejándose los ojos delante de una vela, sino que, en modo victoriano, sujeta un libro (¡el mismo que estamos nosotros leyendo!: hemos pasado a la modernidad) delante de la chimenea. No hay amenaza fantasmal esta vez y las expresiones evocadoras, propias de la estética simbolista, nos llevan a un escenario maravillado en que el amor personificado (¿es metonimia del amante?) se pierde en un crepúsculo cósmico tras las montañas en la inmensidad del cielo nocturno. Esta sublimación no esconde, con todo, el resentimiento heredado del soneto original, presente en el polisíndeton inicial: "When you are old and grey and full of sleep", o en el punto más cercano al chantaje, que constituye a la vez la cumbre expresiva del poema y una de las más altas cotas de la literatura mundial: "But one man loved the pilgrim soul in you". Cualquier traducción se queda corta a pesar de la aparente sencillez del verso. Este es eficaz por su carácter minuciosamente performativo; la verdad del verso es su propia enunciación: solo hay un hombre que ha sentido-expresado eso y lo está haciendo en este mismo momento de nuestra lectura, como una revelación.

   El último eslabón nos lleva al reverso de toda esta tradición del resentimiento. Me refiero al poema de Manuel Vázquez Montalbán que lleva por título el verso de Ronsard: "Quand vous serez bien vieille". Digamos que estamos en la fase posmoderna del tema. La invitación a disfrutar de la vida ya no se realiza mirando desde un hipótetico futuro yerto hacia un presente enmendable, en un movimiento poético ventajista, sino que es en el mismo corazón de la pérdida donde volverá a brotar la llama (y no la de un mortecino hogar). Lo directo del inicio: "Cuando seas muy vieja / y yo me haya muerto" remeda el estilo de Yeats y además resuelve en una expresión simple y valiente la medrosa perífrasis de Ronsard: "Je serai sous la terre et fantôme sans os". Las imágenes simbolistas que prolongan la estética modernista de Yeats ("el aroma de los soles ponientes") se alternan con escenas de la cotidianidad y de los mass media al estilo camp ("el spot de nuestras vidas") hasta llegar a la apotesis irreverente que da un vuelco no solo al inveterado anquilosamiento social sino simultáneamente a toda la tradición poética que lo jaleaba: "sal desnuda al balcón y méate en el mundo / antes que te fusilen las ventanas cerradas". No deja de ser curioso encontrarnos aquí de nuevo con Horacio (ignoro si Vázquez Montalbán tenía presente la oda I,25): las "ventanas cerradas" del barcelonés corresponden estrictamente a las "junctas fenestras" del latino, a la vez que "las calles sin retorno" se hacen eco del solitario callejón en que se pudría la vejez de Lydia.

   A la luz del poema de Vázquez Montalbán el fino lirismo de sus predecesores se desenmascara como el valioso envoltorio de una ideología en extremo injusta para la mujer. Estamos en uno de esos casos en que leer poesía es asomarse al inconsciente ideológico de una sociedad y en que nos preguntamos si existe un punto en que podemos separar la lectura puramente literaria de la vivencial. ¿De verdad hay alguna mujer a quien le gustaría que le dijeran eso?, ¿y algún hombre que se sienta orgulloso de expresar tal sentimiento?, ¿es el recurso a la "literariedad" la justificación para obviar lo evidente?, ¿hay que alegar la tramposa ficcionalidad de la poesía? Las preguntas se pueden multiplicar, tanto como las respuestas. Solo sé que hay algo que ha hecho vibrar de emoción a multitud de lectores a pesar de lo canalla del planteamiento. Lo mismo sucede en La naranja mecánica. Quizá es que todos los sentimientos, hasta los más despreciables, albergan su propia verdad. 

sábado, 20 de febrero de 2016

El corazón desnudo, de Francisco Mora


   Francisco Mora es una figura central de la poesía conquense y nacional, aunque de esto último no acaba de enterarse, para su ignominia, el estado de cosas de la poesía patria. Su último libro, El corazón desnudo, es el reciente lanzamiento de la colección Olcades.

   De baudelairiano título, el poemario prolonga constantes de la poesía de Mora y avanza por territorios que abren nuevos espacios a su poética. El tono meditativo se mantiene, con una serenidad no exenta de sorpresas ni de arrebatos visionarios, así como el diálogo con el lector, al que abre la puerta de su estancia lírica en un gesto de complicidad que quita gravedad a una invitación seriamente metapoética. Los versos iniciales, que plantean el problema de la comunicación poética, son buen ejemplo de ello.

   El poema que leemos se presenta como "este papel desflecado, / tan desacorde", porque el poeta anhela esa armonía mayor, la trama de la totalidad, que resulta intraducible a nuestro idioma deshilachado. Paco Mora vive la inaprensibilidad no como angustia, sino como posibilidad, apertura e incitación, en la línea de San Juan de la Cruz, su gran maestro. En la imposibilidad del decir es donde habla el poema.

    Encontramos en el libro los caminos de la memoria que invitan siempre a un andar elegiaco, pero aquí la memoria no se queda en mero contenido sino que actúa en el origen de la comunicación poética: "Se viene un niño / con sus botas de agua / hasta mi lápiz" (p. 23). Lo importante en estos versos no es la evocación del niño que uno fue sino el hecho de que el movimiento creativo es doble: el del niño que avanza hacia el poema, traspasando una barrera ontológica gracias a un objeto mágico (las botas de agua), y el del acto mismo de escribir como un regreso a ese tiempo en que el único instrumento de escritura era el lápiz (igualmente mágico). Donde se cruzan esas dos trayectorias aparece el poema.

    Cada libro de Francisco Mora está lleno de ecos de sus maestros y este no podía ser menos. Rehuyendo la tentación de hacer una poesía "literaria", el autor actúa más bien de ventrilocuo al prestar su voz a Machado, Shakespeare, Vallejo, Borges, que comparecen aquí menos como poetas que como  partícipes de una experiencia común, en convivencia con Marilyn Monroe, Frank Sinatra y Billy Wilder, compañía que seguramente los primeros no desdeñerían (bueno, Borges a lo mejor sí).

    Estos contrastes son marca de la casa, como también la confluencia de poemas muy cercanos a lo sensorial y a la percepciones primeras y otros de carga metafísica de profundidad. Lo que supone una absoluta novedad en esta entrega es la abrumadora presencia de haikus, en búsqueda de una esencialidad que siempre había atraído a Mora y que aquí se da quintaesenciada. Las citas de José Corredor-Matheos que, a modo de marco, abren y cierran el libro, son indicios de ese adelgazamiento de la forma que sutiliza a la vez el mundo y lo deja, frágil, quebradizo, entre los dedos del lector, temblando de misterio: "La primavera / es esta sola rosa / que en ti se mira" (p. 73).

    Una luz otoñal, como de lluvia recordada, nos ofrece este libro, pero luz al fin y al cabo que incide sobre esta curiosa existencia nuestra, despertando, a veces, la sonrisa:

                                 Siempre lo supe:
                                 vivir es un milagro
                                 de la costumbre (p. 99)