Amarilis
Inclinada ante el libro, con los ojos
escrutando las páginas, parece
que un océano azul se derramara.
Hermosos signos que hablan de un amor
que siente y que no puede ya leer
más que en su corazón. La realidad
y el sueño se le juntan como letras
imposibles de distinguir. Las lágrimas
del océano zarco caen ahora
sobre el papel en el que tantos versos
ha copiado. Se ofusca su razón
y apenas reconoce el cuerpo erguido
del hombre que la abraza cada día
con más ternura que pasión. Comprende
que cuando él mira su ceguera y diceque naufragó en sus dos verdes océanos
está diciendo que ella redimió
su espíritu de fénix laberíntico.
Aún sabe que su nombre es Marta, Mar.
Que aunque la luz pronto ha de abandonarla,
ha iluminado versos con sus ojos
y encendido el amor.
(De Bajo el signo de Eros)
El problemático y prolongado amor de Lope de Vega con Marta de Nevares ha llamado, sobre todo en su fase crepuscular, la atención de diversos creadores, entre ellos José Hierro, que escribió sobre el tema su memorable "Lope. La noche. Marta" (de Agenda).
Hierro plantea su poema como un monólogo dramático mientras que Antonio Gracia opta por una estructura narrativa que comienza por una perspectiva objetiva y exterior para ir adentrándose en la visión interior de la protagonista, como en un traveling hacia el fondo de la conciencia. Ahí Lope ocupa un segundo plano, pues lo que explora Gracia es cómo siente esa mujer ciega y enferma, y cómo la poesía le devuelve lo que una vez fue, y cómo dolor, belleza y memoria redimen a ambos amantes. Los sentimientos de Lope, que nunca tuvo empacho en hablar de sí mismo, ya quedaron sumamente diáfanos en su égloga Amarilis (1633).
Los dos poetas coinciden en comparar la mirada de Marta con el mar (paronomasia incluida, además, en Gracia). "Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar", cierra Hierro su poema. El autor de Bajo el signo de Eros, por su parte, ha hiperbolizado la imagen y habla de "un océano azul". Sin embargo, el único mar que aparece en la égloga de Lope es el que destilan los ojos del pastor Elisio, trasunto del Fénix, arrasados por el dolor de la muerte. Los ojos de la amada son esmeraldas, luces, soles, luceros... El naufragio en la mirada de la mujer parece, pues, cosa exclusiva de la Modernidad literaria; los clásicos naufragaban en su propio dolor y para los ojos del deseo solo tenían cartografías de luz.
Antonio Gracia se fija fundamentalmente, como en otros poemas del libro (el también certero "Eloísa y Abelardo"), en la relación entre el amor y la literatura. Marta, en su ceguera final, ha encarnado literalmente la poesía y ambas son o han sido objeto de deseo; los versos que ya no puede leer y que residen en su corazón son los que la han construido como amada. El amor, la mujer y la poesía son ya una sola cosa en ese tiempo último tendente a la elegía en que "la realidad y el sueño se le juntan".
Ese hombre, él mismo ya inclinado hacia su final, la abraza "con más ternura que pasión". El Fénix que fue, en acierto expresivo del poeta, laberinto habitado por monstruos de poética fiereza, ya no resurgirá de sus cenizas; quizá el fuego en que debía arder de nuevo calló bajo la lluvia del dolor o ya no había combustible para más amar, después de haber amado tanto. En los recovecos de su alma (medio sacra medio pagana), Lope se ha perdido esta vez sin hilo que le muestre el camino de vuelta, pues de la madeja de luz de los ojos de Marta ya solo se deshila oscuridad, y lo que ella tiene que ofrecer es únicamente memoria, una frágil hebra.
Antonio Gracia ha jugado en el poema de manera magistral con los encabalgamientos, quebrando continuamente el ritmo y la sintaxis, quebrando el hilo del discurso, haciendo el trabajo de una Parca, que no por inexorable es menos delicada, como él siempre lo ha sabido ser con las criaturas que encarnan el poema, la belleza.
Hierro plantea su poema como un monólogo dramático mientras que Antonio Gracia opta por una estructura narrativa que comienza por una perspectiva objetiva y exterior para ir adentrándose en la visión interior de la protagonista, como en un traveling hacia el fondo de la conciencia. Ahí Lope ocupa un segundo plano, pues lo que explora Gracia es cómo siente esa mujer ciega y enferma, y cómo la poesía le devuelve lo que una vez fue, y cómo dolor, belleza y memoria redimen a ambos amantes. Los sentimientos de Lope, que nunca tuvo empacho en hablar de sí mismo, ya quedaron sumamente diáfanos en su égloga Amarilis (1633).
Los dos poetas coinciden en comparar la mirada de Marta con el mar (paronomasia incluida, además, en Gracia). "Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar", cierra Hierro su poema. El autor de Bajo el signo de Eros, por su parte, ha hiperbolizado la imagen y habla de "un océano azul". Sin embargo, el único mar que aparece en la égloga de Lope es el que destilan los ojos del pastor Elisio, trasunto del Fénix, arrasados por el dolor de la muerte. Los ojos de la amada son esmeraldas, luces, soles, luceros... El naufragio en la mirada de la mujer parece, pues, cosa exclusiva de la Modernidad literaria; los clásicos naufragaban en su propio dolor y para los ojos del deseo solo tenían cartografías de luz.
Antonio Gracia se fija fundamentalmente, como en otros poemas del libro (el también certero "Eloísa y Abelardo"), en la relación entre el amor y la literatura. Marta, en su ceguera final, ha encarnado literalmente la poesía y ambas son o han sido objeto de deseo; los versos que ya no puede leer y que residen en su corazón son los que la han construido como amada. El amor, la mujer y la poesía son ya una sola cosa en ese tiempo último tendente a la elegía en que "la realidad y el sueño se le juntan".
Ese hombre, él mismo ya inclinado hacia su final, la abraza "con más ternura que pasión". El Fénix que fue, en acierto expresivo del poeta, laberinto habitado por monstruos de poética fiereza, ya no resurgirá de sus cenizas; quizá el fuego en que debía arder de nuevo calló bajo la lluvia del dolor o ya no había combustible para más amar, después de haber amado tanto. En los recovecos de su alma (medio sacra medio pagana), Lope se ha perdido esta vez sin hilo que le muestre el camino de vuelta, pues de la madeja de luz de los ojos de Marta ya solo se deshila oscuridad, y lo que ella tiene que ofrecer es únicamente memoria, una frágil hebra.
Antonio Gracia ha jugado en el poema de manera magistral con los encabalgamientos, quebrando continuamente el ritmo y la sintaxis, quebrando el hilo del discurso, haciendo el trabajo de una Parca, que no por inexorable es menos delicada, como él siempre lo ha sabido ser con las criaturas que encarnan el poema, la belleza.
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