Reseña del primer libro de la colección, publicada en "ArtesHoy. Revista digital de las artes"
La nueva colección “Olcades Poesía” arranca desde Cuenca con un contundente primer libro, que es también la opera prima del autor, Miguel Mula, original de Águilas (Murcia). Arqueros en mi fiesta
es un poemario denso y sin concesiones, de una lírica entre vallejiana y
simbolista, y con un profundo anclaje arquetípico. La idea de irrupción
que se desprende de la incongruencia entre los dos términos del título
(¿unos arqueros en una fiesta privada?) da buena cuenta de las tensiones
y sorpresas que sostienen al poemario en todos sus niveles, y de su
alto grado de imaginación.
El del arquero es un arquetipo que ha
tenido diversas y curiosas manifestaciones a lo largo de tiempos y
culturas. En su forma más amable es Cupido, y Miguel Mula juega con esa
plasmación en los títulos de las dos partes principales: “La flecha en
el corazón” y “El corazón en la flecha”; pero también puede
interpretarse como el flechador Sagitario, que representa a un Centauro,
de carácter más cruel; y no hay que olvidar a Apolo, cuyos atributos
son precisamente el arco y la lira.
De esta conjunción de poesía y tensión,
nace la reflexión de Octavio Paz sobre la lírica. Explicando la imagen
de Heráclito que es germen de su libro, nos dice el poeta mexicano: “la
lira, que consagra al hombre y así le da un puesto en el cosmos; el
arco, que lo dispara más allá de sí mismo”.
El arco es, pues, aquello que se tensa
para alcanzar un fin, un blanco, y esta poesía, como toda buena poesía,
nos habla de los límites, y del deseo de lanzarse más allá de toda
experiencia, pero mostrando a la vez que toda vivencia encuentra sus
límites quizá demasiado cerca, más cerca sin duda de lo que quisiera el
sujeto de la experiencia.
Los poemas son, así, flechazos, disparos
que van más allá de la herida, hacia la razón de todo ser: “El abrazo
la herida” se titula el último poema, sin guiones ni comas, como si
fuera una sola palabra. Este título hace eco a otro poema (todo es
resonancia en este libro), “El abrazo del loco”, emblemático de la
colección. Es un texto en prosa que contiene otro poderoso arquetipo, la
mítica figura del loco del tarot o un avatar más de la leyenda del rey
pescador, con un guiño a la mística, con elementos surrealistas y el
establecimiento de diálogo con un cuadro.
Este poema y el siguiente, “Altamar”
(nuevamente una sola palabra) nos sitúan en la misma línea: la del deseo
que encuentra su límite en la muerte, o mejor dicho en la amenaza de la
desaparición que da su sentido pleno al deseo. El amor es, en este
libro, muy parecido a la soledad, y algo cruel, lo que nos recuerda al
verso de Mallarmé: “meurtries / De la languer goûtée a ce mal d’être
deux”. Y Mallarmé es precisamente vilipendiado en un poema que se abre
con una provocación: “Que le den por culo al azur” (p. 30).
Y es que el libro tiene también mucho de
baudelairinao, del Baudelaire de la muerte de los amantes: “Una tarde
hecha de rosa y de azul místico, intercambiaremos un destello único como
un largo sollozo, cargado todo de adioses”. Pero en Mula el desenlace
no es tan espectacular, ni tan optimista. En él encontramos lo sublime
junto a lo grotesco: el amor es negro y habla por boca de un viejo
desdentado, como un limón exprimido, mostrándonos qué cerca está el todo
de la nada.
El poemario, como se ve, es rico en
tonos costrastantes. Hay poemas serenos, elegíacos, casi simbolistas
como “Pasó el tiempo de las celebraciones” (p. 53), otros en tono de
humor, juguetón y lúdico, como el que se cierra con el chocante: “en
bucólica autovía hipérbaton nos hizo” (p. 61). Asistimos también al
quiebre desmitificador después de una encendida enumeración lírica:
“Pero, ¿almorzaremos mañana?” (p. 25).
Sin embargo, el valor principal del
libro, a mi modo de ver, es el planteamiento del tema de la identidad,
un tema caro a la poesía moderna. La identidad es una leyenda, como
planteaba también Diego Jesús Jiménez. Somos la historia que nos
contamos a nosotros mismos. Esto se hace evidente en un poema en que
Miguel Fernández Parra nos dice de Miguel Mula: “Miguel Mula huyó de
Miguel Mula” (p. 45). Esta complejidad enunciativa y el carácter
especular de este planteamiento necesita ser transmitido no en una
alocución directa sino como resultado de una polifonía de voces. Son
varios los migueles que hablan en los poemas y de esos retazos de
discurso el lector debe construir un sentido. Si alguien pensó que la
poesía no es un género polifónico (como puede ser la novela) aquí tiene
un contundente desmentido. Por no hablar, por otra parte, de los
múltiples ecos de la tradición: Fray Luis de León, Garcilaso, San Juan
de la Cruz en este contexto hablan con una voz sorprendentemente nueva.
Ello nos lleva a otra de las dimensiones
del libro, que lo es también de la poesía moderna: el giro metapoético.
A la desasosegante constatación que hace el poeta: “ya todo está dicho y
ya solo queda / tu silencio y mi silencio mirándose” (p. 24), no cabe
otra respuesta que inventarse a otros que nos digan, hacer de
ventrilocuos, multiplicar las voces, o simplemente construir un poema
palíndromo como el que cierra el libro: la poesía no puede más que
repetirse a sí misma, invirtiendo el orden o subvirtiéndolo.
Preciosa la reseña. Felicitaciones por apostar a la poesía y por la intuición y profundidad conceptual del análisis.
ResponderEliminar